viernes, 23 de octubre de 2009

"Recuerdo 7", por el Prof. Oscar Fernández

Un marzo nostálgico abría el nuevo año lectivo de trabajo y un bullicioso trajinar corría libre como el aire tibio sobre el patio rectangular de la escuela. Alumnos, preceptores, todos estaban dispersos y salían y entraban por las distintas puertas de las aulas con irregular urgencia. Gritos, llamadas, pedidos horadaban el aire con sonidos estridentes, graves y agudos, chillones y ensordecedores. Todos los caminos estaban atascados de personas y todos los atajos eran posibles. El peor momento era soportado por los principiantes de primer año, pues no conocían el lugar. Trataban de discernir o de adivinar, en muchos casos, para luego dirigirse hacia otras más adecuadas alternativas. Había quienes trasladaban añejos mobiliarios marcados con punzantes medios que recordaban antiguas historias. Tampoco faltaba algún distraído veterano que se equivocaba de aula o de sitio por alguna que otra modificación o mejoras edilicias y esto trastocaba el mapa habitual de la costumbre. Después de la vacación de verano, era común que los alumnos se olvidaran de los pasos habituales o de los caminos de vuelta o bien de las reglas acordadas. Por momentos se perdían las señales y el repentino recuerdo venía en su ayuda, para organizarse y encontrar las marcas del pasado. Al fin, se acomodaban al nuevo año con fatigosa calma.
Entre los nuevos inscriptos, se destacaba un grupo de alumnos que se componía de personas mayores de 40 años, mujeres y varones, y estaban concentrados, en general, en segundo año. Entre ellos, se dibujaba la presencia de un flamante alumno de 55 años, cabellos color ceniza, de ojos pequeños y vivaces y una sonrisa lista para descargar en la primera oportunidad. Compartía aula, pero no banco, con su hijo de 23 años que después de agotadoras charlas y de innumerables y variadas argumentaciones, había logrado convencerlo de concluir sus estudios de bachiller. ¿Volver a la escuela? ¿Y por qué no? Y así con mucho esfuerzo, el hijo terminó aceptando y darse otra oportunidad. Al padre lo embargaba una no simulada alegría; al hijo un aparente fastidio. Después de tomar asiento y antes de iniciarse la clase, aquel padre miró con vaga ternura la inmediatez de su hijo en el aula. El hijo tal vez pensaba en esos 10 años atrás cuando suspendió sus estudios. El padre recordaba sus 40 años de ácido determinismo que lo hizo desembocar en la deserción. Yo lo supe más tarde. A los 15 años de edad, Eugenio, así se llamaba el alumno-padre, vivió con ineluctable dolor el accidente paterno que le provocó el abandono de la escuela. Por entonces, el trabajo era imprescindible para él y sobretodo para su familia, compuesta por su madre y una hermana. No hubo opciones. Trabajar o trabajar, ese fue el irremediable destino. Su madre sufrió atormentada por la impotencia de desviar esa aspiración de ver a su hijo inmerso en el estudio. ¿Cuánto hubiese dado por la continuidad de Eugenio en la escuela? Todo, pero siempre está primero el sobrevivir, aunque ella jamás se resignó. Su dolor fue inmenso; y la mayoría de sus íntimos sospechaban, con respeto, que la pesadumbre de la pérdida de su esposo era menor a la dura infelicidad de la deserción escolar de su hijo. Desde su embarazo había diseñado imaginariamente la trayectoria educativa de su primogénito. Nada le hubiera hecho cambiar respecto a la firmeza de su pensamiento, de su sueño, del itinerario proyectado para la educación de Eugenio. Era su creencia y su concepto básico: “debe estudiar”. Sólo el freno imprevisto y amargo de la fatalidad imponía la grave decisión, que debió aceptar calladamente. En esta situación de aporía, de callejón sin salida, la desintegración humana estallaba en lo profundo de su mente. No era posible imaginar otro desenlace. La lucha estaba perdida. Luego, la claudicación inexorable y la caída, desgarrada e impotente, hacia el pantanoso abismo de la tristeza y la angustia. No pudo torcer aquellos momentos de desgracias y fue viviendo con la luz de la esperanza encendida en su corazón, pero con débil carácter, como algo terminado, previstamente imposible de realización.
El complejo tejido de la vida tiene idas y venidas, senderos con encuentros y con desencuentros, promesas y realizaciones, posibilidades imposibles y posibles imposibilidades. Por mi parte, a Eugenio jamás le pregunté qué extraño empujón lo había enviado al colegio, o si con este regreso a la escuela tenía la intención de cumplir con alguna promesa del pasado. Y, como trabajaba de “tiracables” en un Canal televisivo pensé que su intención era el progreso jerárquico o el económico en el mencionado lugar. Tal vez su necesidad de concluir el bachillerato nació de una idea espontánea, sin ningún aparente interés; un pensamiento impensado que alguna vez surgió sin darse cuenta, o si la incubó por siempre y próximo a ser abuelo la hizo realidad. Pronto su hija daría a luz su primer nieto y él para honra de todos los familiares y de su flamante nieto esperaba regalarle este ejemplo de consagración. Este último razonamiento me hizo reflexionar sobre el orgullo, el sitial de los héroes, el paradigma de progreso y perfeccionamiento humano que acompañarían al egreso. Y el diploma, sostenido con las dos manos en lo alto, sería el símbolo de su hazaña y de su noble emprendimiento, como una corona de laureles alrededor de su cabeza, ante la admiración de todos.
Cursó los tres años con verdadero éxito. Eficaz en los exámenes, animador en las clases, solidario a la hora de representar o conducir algún acto académico conmemorativo o de celebración. Participaba también en las Misas con destacada actividad. Su liderazgo era vital para la motivación del alumnado y su colorido humor era tan limpio y chispeante que no se justificaba ninguna observación. Su sociabilidad y su cortesía eran palpables en todas las circunstancias e infundía tranquilidad en la convivencia y ahuyentaba el cansancio con su bonhomía. Por este rendimiento, obtuvo un justo premio. Fue elegido merecidamente abanderado escolta. Durante los tres años de estada en la institución, tuvo un comportamiento de nivel superior en todos los órdenes. Y había llegado el día de la entrega de diplomas que certificaban su acreditación final.
La sala estaba colmada de familiares, invitados, profesores, amigos; un verdadero gentío, muy dispuesto a los festejos, aplaudió con entusiasmo el ingreso de los abanderados y el inicio de la gran celebración. Yo tuve la oportunidad de conducir el Acto y me contagiaba la alegría de los familiares. Pasó el Himno Nacional, pasaron los discursos, los premios por asistencia, por óptimas calificaciones, y el cambio de abanderados hizo ascender a la cima la emotividad. La emoción había caído en el recinto, en las paredes, entre las plateas, en las ropas de los amigos, de los familiares, de los invitados especiales y se desparramaba con una embriagadora fragancia flotando en el aire. Cada nuevo bachiller era agasajado y admirado sin ahorros de aplausos y vivas. Las risas y las generosas muestras de felicidad se disparaban como explosivos que estallan y encienden luces de colores por el agitado aire. Luego de escuchar su nombre, dirigió sus pasos hacia el proscenio a recibir su bien ganado diploma. Allí estaba el flamante abuelo Eugenio, el alumno de 55 años quien debió abandonar sus estudios en su adolescencia. Mientras se acercaba, nadie pudo adivinar qué pensamientos lo dominaban. Estruendosos aplausos resonaron en el teatro y desde ambos laterales ascendieron por cada escalerilla: sus cuatro hijos, su esposa, sus nueras y el primer nieto. Ya todos sobre el escenario, los aplausos se renovaron. Esas figuras representaban una de las más hermosas estampas escolares que regalaba la escuela nocturna. Resplandor, brillo, alegría y, en el centro de la escena, la familia que rodeaba a su protagonista dilecto: Eugenio, el bien nacido, el alumno, el padre, el abuelo. La desatada emotividad, algunas lágrimas y los asistentes que levantaban con sus voces cantos de felicidad y de afectos. Yo también con el silencio, busqué ocultar incipientes lágrimas. Aunque estaba acostumbrado, me conmocioné hondamente. Sin embargo, la noche aún no había finalizado. Estábamos en el pico más alto de las vibraciones emocionales; no era posible imaginar otro momento superior. Aquella noche cálida e inolvidable reservaba otro asombro, otro torbellino de sensibilidades libres. Eugenio recibió los halagos testimoniales, se tomaron fotos y afuera de la programación, pidió decir unas palabras. Yo seguí su ritmo y solicité silencio al auditorio. Eugenio parecía inseguro, demasiado impresionado. Se encaminó hacia mí para tomar el micrófono y antes que llegara, anuncié con vociferación su nombre al aire. Respondió el clamor caliente y alegre del público. Asió el micrófono y empezó diciendo con algo de timidez:
-Buenas noches… ustedes perdonen porque estoy bastante nervioso y no estoy acostumbrado a hablar ante tanta gente… Simplemente, quiero agradecer a los profesores, a las autoridades, a los preceptores todo lo que han hecho por nosotros… Muchas gracias. Cuando hace tres años yo ingresaba a esta escuela nunca me podría haber imaginado cuantos afectos y enseñanzas encontraría en los profesores y en los preceptores… cuanto nos acompañaron y nos alentaron para fortalecernos en el camino… Muchas gracias. Hoy hemos llegado a la culminación de lo aspirado y lo logrado, mientras nuestras familias esperaban con ansiedad cada noche nuestro regreso al hogar… Muchas gracias a ellos, nuestro diploma es parte también de quienes quedaban en sus hogares esperando… (Sus ojos empezaban a ponerse vidriosos, húmedos). Pero hay alguien a quien yo no pude entregarle mi diploma, alguien que nunca debilitó la esperanza de verme bachiller… (Ahora sus lágrimas se hicieron más robustas, más notables. Un silencio profundo acongojó el ámbito). Este diploma era para mi madre, vine y me entregué a la escuela mansamente porque el título era para ella, para mi madre… (Descontrolado lloró con fuerza, con tristeza), mi madre que no pudo verme porque murió de cáncer hace dos meses atrás… (Ahora sus lágrimas partían el corazón, caían a borbotones y su respiración era desgarradora), porque yo hice esto por mi madre, saben, por mi madre…
Quedó en el aire un denso silencio y un halo de luz fugaz golpeó en el público que estaba inmensamente conmovido, lagrimeando a la par de Eugenio que no dejaba de insistir: “por mi madre… por mi madre…”. Esta revelación parecía asustarme, aunque no había ningún razonamiento y tampoco un especial sentimiento como para justificar la incertidumbre. Tuve una sensación de resquemor, de frustración que me ahogaba la alegría del fin de fiesta. Era probable que fuese por la falta de la madre en estas circunstancias. Por ese legado de esperanza que había nutrido a su hijo y él cumplió a los 55 años, lamentablemente post mortem.
Me di el tiempo necesario para la reflexión. La escuela había sido el lazo que abrazó el espíritu de la madre con la resolución del hijo. El diploma era el testimonio de aquel lazo. Tuvo que esperar 40 años para que su deseo se cumpliera. Fue un vacío prolongado. Pero bien valía la pena. Fue entonces que encontré otro argumento más para comprender la razón que lo llevó a Eugenio a realizar su bachillerato. Una decisión espléndida e insospechaba. Quiso entregar a su madre el regalo más preciado: su título de bachiller, por el que ella tanto había apostado. Lástima que la muerte inesperada vino dos meses antes. Sin embargo, no me caben dudas que su madre lo recibió con una amplia sonrisa, porque en la serenidad de aquella hermosa noche, una estrella fugaz y brillante, que desapareció súbito, me daba la razón.


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1 comentario:

Estela dijo...

Qué maravilloso es tener el don de expresar los sentimientos como ud. lo hace !!! Al leer su relato volvieron a caer mis lágrimas de emoción como el día en que Eugenio recibió su diploma.