A Martina Hernández, de 55 años, viuda con dos hijos adolescentes, de tez mate y mirada firme, la veía todas las noches que yo tenía clases, porque obligatoriamente debía pasar, rumbo a casa, por la parada del ómnibus que ella tomaba. Fue mi alumna en 3er. año, ahora está en 4to, último año del Bachillerato para adultos. A las 23.45, el insobornable reloj marca puntualmente la salida. Un horario interminable y horroroso para la familia, porque no pueden todos juntos reunirse para cenar, indispone para el encuentro. Los padres que estudian en la escuela nocturna, cuando regresan sólo pueden ver a sus hijos ya dormidos. ¿Cuánto se pierde por esto?, es difícil de saber. El indomable tiempo tiene el poder de revelar desgracias o felicidades. Pero para intentar las correcciones, el hoy es demasiado tarde, y todo pasa sin atenuantes.
A la salida de la escuela, yo me dirijo por calle 58, a propósito recuerdo que esta calle se llama “Don Bosco”; la recorro hasta casi llegar a calle 7, pues antes atravieso, en diagonal, el Ministerio de Obras Públicas. Llego a la esquina de calles 59 y 7, donde está la parada de los ómnibus. Así, monótono y cabizbajo, como la mayoría de los alumnos, todas las noches, bajo lluvia o bajo las estrellas, con frío o con calor, veo a la alumna Hernández, cansada y expectante, mirando a la distancia a fin de distinguir el ómnibus esperado. Muchas veces la he visto acurrucada con su viejo y descolorido abrigo, calentarse las manos al soplo de su aliento, mientras el temblor de su cuerpo enfrentaba el frío filoso de la noche. Y ahora, ahí está, una vez más, dulcemente luminosa como la llama que alumbra la residencia marmórea del héroe. Yo siempre he pasado cerca y la he saludado, pero jamás he detenido mi hambrienta marcha de pasos automatizados por los años. Así una y otra vez, mientras el tiempo corría insistente sin detenerse jamás. El saludo común, rutinario. Esa es la mecánica indolente y respetuosa de la costumbre.
En aquella noche tenebrosa, fríamente oscura, los quejosos árboles sufrían la llovizna gris y el soplido agudo del viento. La ciudad estaba desolada, apenas algún transeúnte cruzaba la brillante calle lustrada por el agua y la luz de los empapados faroles. La salida de la escuela, a las 23.45, anunciaba el regreso a casa pronto, a la espera de un plato caliente. Cuando apuraba el paso, cuatro o cinco baldosas flojas me hacían notar que la lluvia estaba fría y dispuesta a mojarme de arriba abajo y municipalmente, de abajo arriba. Con otras zancadas, alcanzaba a quitarme dos o tres charcos corridos. Llegaba al Ministerio de Obras Públicas, agitado y bañado por el aguacero. El paraguas apenas sostenía el tozudo ventarrón. Apuraba aún más mis movimientos y me encontraba pronto en la esquina de las calles 59 y 7. No había muchas sorpresas, allí como siempre, en la parada del ómnibus estaba Martina Hernández, soportando la impiedad de la lluvia, con la misma firme postura, con su rostro demacrado y tallado por profundas huellas que atestiguaban las contrariedades de la vida. Su presencia sugería además la fuerza de la voluntad que no claudica, el ejemplo de la férrea perseverancia y el calor de un ánimo inquebrantable. Sin embargo, parecía una desgraciada. Víctima del hambre, del cansancio y la resignación, me extendía una blanda mirada. No podía ser tan descortés en semejante situación. Le chorreaba el agua desde su cabeza y desde sus hombros. Le ofrecía mi paraguas, me agradecía y lo rechazaba; le insistía y para que no creyera que me perjudicaba, le decía que a mi sólo me quedaba una cuadra. Tampoco aceptaba. No cabía más que esperar.
Para el que espera el tiempo tiene distorsiones desfavorables. Pasaban unos minutos y parecía una eternidad, fruto de lo incómodo de la situación y de la ansiedad por la llegada. Yo trataba de alentarla repitiendo: “Ya vendrá…”. Por otra parte, mi deseo era, con desesperación, que viniera el ómnibus rápido. Otra vez el viento huracanado despertaba de su pequeña pausa. La noche se hacía un martirio. Y ya cuando pensaba renunciar a quedarme, me dijo con calmosa y sencilla expresión, como que lo pronunciado sería una superficialidad, que tenía poco valor o no lo tenía. Simplemente:
-Profesor, como le digo, yo bajo en la terminal del ómnibus… Después tengo que caminar diez cuadras, sin luz y sin asfalto… por calles de barro. Y me esperan mis hijos que están solos.
Apenas alcanzaba a finalizar sus palabras cuando, a lo lejos, se divisaba el ómnibus. En aquella invernal noche, la saludé casi lagrimeando y me fui en silencio. Me dio vergüenza quejarme… Hoy, la memoria borra el rostro de Martina Hernández, pero sus ejemplos de lucha, de optimismo, de esperanza jamás desaparecerán de mis recuerdos.
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