Había sufrido tanto por el flagelo blanco que sometía intempestivamente a su hija, que no vislumbraba ninguna salida de salvación en ese oscuro y frío túnel, por donde transitaba su vida. Cada día que pasaba, aumentaba más de lo mismo. Algo irremediable, malvado, monstruoso, inexorable. No la hería en cualquier sitio, sino directamente en el corazón. Su hija sufría la pedante enfermedad de la adicción. Una batalla difícil. Peregrinó caminos de búsqueda, sin solución. Consultó a los profesionales de la salud biológica; buscó a psicólogos y psiquiatras; se hundió en los pantanos del curanderismo y en el terreno fangoso de los aventureros y los vendedores de expectativas nunca cumplidas. Luchó con todas sus fuerzas; no escatimó recorrer innumerables senderos que concluían en el abismo. Por último, se aferró a Dios con la esperanza deshilachada por tantos fracasos, por tantos desengaños e ilusiones muertas. Agotada por la desesperanza, despiadadamente exánime, entregó su voluntad y resignó en parte su lucha, para darse tiempo.
Al final, todavía no fue posible saber, por algún misterioso convencimiento o por alguna callada señal, la madre orientó su mirada hacia nuestra escuela. Ciega de razonamientos, se decidió, con inocultable timidez, trasladarse apesadumbrada hacia el “Don Bosco”. Completó los trámites de su hija y, cuando le preguntaron si ella tenía la segunda educación realizada, respondió negativamente. Fue entonces que la persuadieron para que concurriera con su hija. Y así lo hizo, con demasiadas dudas. Pero una madre genuina no se detiene: corre, camina, se arrastra llevada por el religioso y sublime amor a su prole. Y se encomendó a San José de Calasanz, patrono de la escuela media.
El año comenzó cansino como siempre. En silencio y lentamente, madre e hija tomaron asiento juntas. Aunque a nadie sorprendía esta situación, ambas estaban muy asustadas y temerosas. En múltiples casos, madre e hija ocuparon asientos contiguos. Las dos, con prudencia, se fueron adaptando al nuevo ámbito. Fluía el compañerismo y la amabilidad en el aula. Madre e hija comenzaron a liberarse de sus temores y sus abstenciones. Más libres, vivían la escuela con responsable alegría. El aula tiene esa prodigiosa facultad de “escolarizar” a las personas. Dentro del aula, sean profesionales, sean estudiantes adultos, o sean jóvenes o niños, todos sin excepción, “se escolarizan”. Son alumnos y funcionan como tal; cumplen su rol de igual manera. Adhieren al menor esfuerzo, desean que el reloj acelere el tiempo para la pausa o para la finalización. También ocurre en un “master”, en un curso de perfeccionamiento, en uno de postgrado; es propio y común que se repita esta “escolarización”. Pero es justo admitir que ante eximios expositores, la atención y la disposición del alumnado prevalecen densas y vigorosas.
Así pues, los años de diferencias que había entre ambas no se notaba, pasaba lo mismo para las dos mujeres respecto a temores y alegrías. Esto acortaba la distancia de edades. Ambas vivían los calcados problemas, tenían iguales inquietudes e incertidumbres ante las evaluaciones, debían cumplir con las tareas preestablecidas y trabajar con precisión en la toma de apuntes, en la identidad de las ideas principales y en tantas otras tareas prácticas y resolutivas. La escuela las vivificaba, pensé observando las actuaciones de madre e hija, porque no encontraba otra palabra para significar con exactitud lo que les pasaba a las dos. La escuela les daba vida. La escuela fortalecía a quienes estaban decaídos. No conjeturé una teoría sobre la escuela; estaba presenciando una realidad bien concreta que ambas construían noche a noche. No podía negar que esta comunión escolar de madre e hija me hacía feliz. Y a medida que avanzaba el año, las relaciones entre todos se afirmaban, se ajustaban, se fortalecían. El afecto entre ellos, les abrió la puerta de la confidencia y de la ayuda. La madre ya no se sentía sola, su lucha sumaba más compañeros. La batalla tenía otro escenario, más iluminado, más verdadero, más auténtico, más amoroso. El aula amplió su concepto, era el encuentro de personas queridas. Las dos estaban felices en la fotografía de sus rostros; la hija encontraba otra razón para sus movimientos vitales y la madre, llena de jovialidad, vivía rejuvenecida por las operaciones intelectuales que debía cumplir y con optimismo por el remanso de su agitación pasada. Se distraían y aunque muchas noches regresaban cansadas, vivían felices con el trabajo escolar diario. Por supuesto una felicidad mesurada, no altisonante y desbordada, sino controlada y sobria, equilibrada y responsable. Muchas veces el cansancio pesaba sobre los párpados entrecerrados, era entonces que yo debía emplear una estrategia inevitable: desenrollar algunos chistes o cuentos humorísticos. Esto provocaba risas y las risas, tintineantes como llamador chino, despertaban a los soñadores. Luego se esforzaban en mantenerse vivaces para no perder ninguna otra carcajada. Y cuando el peso de las horas caía sobre mí, ellos como fuentes de luz iluminaban la oscura noche del cansancio, de las sórdidas crisis económicas y de los pequeños disgustos generados por los alumnos más desgastados y tristes. Estas alusiones de humor sugerían además la percepción de una visión más optimista de la vida y más deliciosa por la riqueza del aprendizaje y del compañerismo. Claro que no faltaban momentos de amarga desesperanza o de silenciosa tristeza, y de alicaído ánimo. Entonces, comprendía que estaba obligado a levantar los corazones de esas almas tan desamparadas de información, tan marginadas de la globalización, tan indefensas en el mundo del conocimiento. Recurría así a salidas con humor y me devolvían como en un espejo la postal de la alegría o el paisaje jubiloso de sus frescas presencias. Mi experiencia juzgaba necesarios y valiosos estos pasajes de humor, porque descomprimían y la incalculable tensión del trabajo mental diluía y enfriaba sus fuerzas. Mientras tanto, el tiempo corría y el año se iba consumiendo con paso firme.
El bullicio y el agotamiento de todos preanunciaban el cercano final del período lectivo. La madre y la hija, cuyos nombres han sido preservados de propósito, persistían con elevado ánimo. La pésima situación inicial había cambiado. La tranquilidad y el espíritu feliz de las dos ilustraban otra realidad. La vida tenía un sabor más agradable y las asperezas del pasado ya no lastimaban la profundidad de las entrañas. Las fauces del flagelo blanco estaban dormidas o agonizaban. Lo importante es que ambas mujeres supieron que el camino era el correcto, y sobretodo que se podía. El intenso amor de madre y el misterio inexplicable que la guió hacia la escuela, cuando las graves circunstancias exigían otro medio, abrían la cornucopia llena de frutos frescos. En aquel momento, la escuela infló el pecho, aceptó el desafío y construyó el triunfo. La escuela fue encuentro de corazones. La escuela fue contención de almas. La escuela fue rumbo seguro y cambio favorable, para corregir el tortuoso andar de los perdidos sobre la senda pantanosa y resbaladiza de los procesos infelices. Era imposible, pero el primer paso fue logrado. El primero, el más pesado y el más valioso. Lo pensaba en ese patio rectangular y una brisa suave y cálida salpicaba y acariciaba tiernamente mi rostro. Tenía la sensación de la presencia maravillosa de mi espíritu, envuelto en felicidad y en aplausos. Y vino a mi memoria la expresión de un sacerdote salesiano, quien sumamente impresionado por la escuela nocturna, me dijo: “De aquí nacen los milagros cotidianos”.
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Al final, todavía no fue posible saber, por algún misterioso convencimiento o por alguna callada señal, la madre orientó su mirada hacia nuestra escuela. Ciega de razonamientos, se decidió, con inocultable timidez, trasladarse apesadumbrada hacia el “Don Bosco”. Completó los trámites de su hija y, cuando le preguntaron si ella tenía la segunda educación realizada, respondió negativamente. Fue entonces que la persuadieron para que concurriera con su hija. Y así lo hizo, con demasiadas dudas. Pero una madre genuina no se detiene: corre, camina, se arrastra llevada por el religioso y sublime amor a su prole. Y se encomendó a San José de Calasanz, patrono de la escuela media.
El año comenzó cansino como siempre. En silencio y lentamente, madre e hija tomaron asiento juntas. Aunque a nadie sorprendía esta situación, ambas estaban muy asustadas y temerosas. En múltiples casos, madre e hija ocuparon asientos contiguos. Las dos, con prudencia, se fueron adaptando al nuevo ámbito. Fluía el compañerismo y la amabilidad en el aula. Madre e hija comenzaron a liberarse de sus temores y sus abstenciones. Más libres, vivían la escuela con responsable alegría. El aula tiene esa prodigiosa facultad de “escolarizar” a las personas. Dentro del aula, sean profesionales, sean estudiantes adultos, o sean jóvenes o niños, todos sin excepción, “se escolarizan”. Son alumnos y funcionan como tal; cumplen su rol de igual manera. Adhieren al menor esfuerzo, desean que el reloj acelere el tiempo para la pausa o para la finalización. También ocurre en un “master”, en un curso de perfeccionamiento, en uno de postgrado; es propio y común que se repita esta “escolarización”. Pero es justo admitir que ante eximios expositores, la atención y la disposición del alumnado prevalecen densas y vigorosas.
Así pues, los años de diferencias que había entre ambas no se notaba, pasaba lo mismo para las dos mujeres respecto a temores y alegrías. Esto acortaba la distancia de edades. Ambas vivían los calcados problemas, tenían iguales inquietudes e incertidumbres ante las evaluaciones, debían cumplir con las tareas preestablecidas y trabajar con precisión en la toma de apuntes, en la identidad de las ideas principales y en tantas otras tareas prácticas y resolutivas. La escuela las vivificaba, pensé observando las actuaciones de madre e hija, porque no encontraba otra palabra para significar con exactitud lo que les pasaba a las dos. La escuela les daba vida. La escuela fortalecía a quienes estaban decaídos. No conjeturé una teoría sobre la escuela; estaba presenciando una realidad bien concreta que ambas construían noche a noche. No podía negar que esta comunión escolar de madre e hija me hacía feliz. Y a medida que avanzaba el año, las relaciones entre todos se afirmaban, se ajustaban, se fortalecían. El afecto entre ellos, les abrió la puerta de la confidencia y de la ayuda. La madre ya no se sentía sola, su lucha sumaba más compañeros. La batalla tenía otro escenario, más iluminado, más verdadero, más auténtico, más amoroso. El aula amplió su concepto, era el encuentro de personas queridas. Las dos estaban felices en la fotografía de sus rostros; la hija encontraba otra razón para sus movimientos vitales y la madre, llena de jovialidad, vivía rejuvenecida por las operaciones intelectuales que debía cumplir y con optimismo por el remanso de su agitación pasada. Se distraían y aunque muchas noches regresaban cansadas, vivían felices con el trabajo escolar diario. Por supuesto una felicidad mesurada, no altisonante y desbordada, sino controlada y sobria, equilibrada y responsable. Muchas veces el cansancio pesaba sobre los párpados entrecerrados, era entonces que yo debía emplear una estrategia inevitable: desenrollar algunos chistes o cuentos humorísticos. Esto provocaba risas y las risas, tintineantes como llamador chino, despertaban a los soñadores. Luego se esforzaban en mantenerse vivaces para no perder ninguna otra carcajada. Y cuando el peso de las horas caía sobre mí, ellos como fuentes de luz iluminaban la oscura noche del cansancio, de las sórdidas crisis económicas y de los pequeños disgustos generados por los alumnos más desgastados y tristes. Estas alusiones de humor sugerían además la percepción de una visión más optimista de la vida y más deliciosa por la riqueza del aprendizaje y del compañerismo. Claro que no faltaban momentos de amarga desesperanza o de silenciosa tristeza, y de alicaído ánimo. Entonces, comprendía que estaba obligado a levantar los corazones de esas almas tan desamparadas de información, tan marginadas de la globalización, tan indefensas en el mundo del conocimiento. Recurría así a salidas con humor y me devolvían como en un espejo la postal de la alegría o el paisaje jubiloso de sus frescas presencias. Mi experiencia juzgaba necesarios y valiosos estos pasajes de humor, porque descomprimían y la incalculable tensión del trabajo mental diluía y enfriaba sus fuerzas. Mientras tanto, el tiempo corría y el año se iba consumiendo con paso firme.
El bullicio y el agotamiento de todos preanunciaban el cercano final del período lectivo. La madre y la hija, cuyos nombres han sido preservados de propósito, persistían con elevado ánimo. La pésima situación inicial había cambiado. La tranquilidad y el espíritu feliz de las dos ilustraban otra realidad. La vida tenía un sabor más agradable y las asperezas del pasado ya no lastimaban la profundidad de las entrañas. Las fauces del flagelo blanco estaban dormidas o agonizaban. Lo importante es que ambas mujeres supieron que el camino era el correcto, y sobretodo que se podía. El intenso amor de madre y el misterio inexplicable que la guió hacia la escuela, cuando las graves circunstancias exigían otro medio, abrían la cornucopia llena de frutos frescos. En aquel momento, la escuela infló el pecho, aceptó el desafío y construyó el triunfo. La escuela fue encuentro de corazones. La escuela fue contención de almas. La escuela fue rumbo seguro y cambio favorable, para corregir el tortuoso andar de los perdidos sobre la senda pantanosa y resbaladiza de los procesos infelices. Era imposible, pero el primer paso fue logrado. El primero, el más pesado y el más valioso. Lo pensaba en ese patio rectangular y una brisa suave y cálida salpicaba y acariciaba tiernamente mi rostro. Tenía la sensación de la presencia maravillosa de mi espíritu, envuelto en felicidad y en aplausos. Y vino a mi memoria la expresión de un sacerdote salesiano, quien sumamente impresionado por la escuela nocturna, me dijo: “De aquí nacen los milagros cotidianos”.
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