jueves, 1 de octubre de 2009

"Recuerdo 4", por el Prof. Oscar Fernández


Todos los años, cada vez que se iniciaban las clases, la población escolar ingresada era una incógnita. Su bagaje cultural, sus experiencias en centros educativos anteriores, sus diferentes personalidades, no iluminaban precisamente la posibilidad de conocer de antemano a los nuevos alumnos. Además, con tan escalonada desigualdad de edades, de origen familiar, social y formativo, sólo intentábamos pronosticar, por supuesto sin acertar, el tipo de alumno que en su mayoría accedía a la escuela. Sin lugar a dudas, nunca han tenido un perfil uniforme. Lo común ha sido la variedad.
Aquella primera noche, de un marzo otoñal y melancólico, parecía que todo iría también por los tubos de basura de la Historia. Uno observaba y pensaba, sin decirlo, que todas esas vidas dentro del aula, eran migajas de una olvidada madera, pero no eran la madera valiosa. Representaban una inédita sustancia escolar que alguna vez fueron promesa. Sacrificados padres habrían tenido sueños de hijos brillantes. Es un derecho y una obligación humana que así sea. No debemos recortar los ideales, al contrario hay que alimentarlos. Y allí estaban, nerviosos pero esperanzados. Cada uno creía en sus propias fuerzas y en su desarrollada capacidad. La mayoría se daba un sobreprecio psicológico. Pero en la superficie de sus rostros asomaba el temor y los fracasos, los deseos incumplidos o las frustraciones justificadas; la apología del yo personal o la valoración exagerada. Todo era posible y, para la realidad, también hasta lo imposible.
Luego de una larga mirada panorámica sobre los alumnos, inicié mi tarea de presentación y conocimiento interpersonal. Entre ellos, una inusitada alumna nos daba muestra de su personalidad a cada momento. Interrumpía y a pesar de la observación volvía a interrumpir. Suceso que se repitió por tres veces. El resto, consecuencia lógica, se puso muy fastidioso. Yo trataba de reprimirme con mucho esfuerzo. Pero la tolerancia tiene sus límites. En mí, se iba desatando una temperamental batalla: la lucha de la paciencia contra la furia. Y esta alumna hacía lo posible y hasta lo imposible, para incitar a esa pelea, para declarar esa guerra en mi campo emocional. No podía asimilar el impacto. Era una alumna de cuya adultez no había dudas. Contaba entre 35 a 40 años, y no ahorraba vociferaciones, gritos, expresiones rústicas y hasta soeces que para ella ni eran descorteses ni eran antisociales, simplemente eran sus palabras y sus tonos comunes. En el terreno democrático, aceptables; pero socialmente, groseras y hasta violentas en seres más sensibles. “¡Qué año tendremos!”, pensé entonces y agregué “¡Qué difícil manera de ganarse el sueldo! Esto es peor que calmar a mi suegra”. Para colmo, aquella alumna era una fiera para defenderse y para contraatacar.
Toda singular persona despierta curiosidad y atracción. Más aún, si esa persona, el primer día, se presenta vestida de tan subrayada elección: una blusa de tafetán verde loro brillante, de holgado escote; un sedoso vestido rojo púrpura de ajustado talle, sujeto por un escaso cinturón de elástico llamado “María Félix”, en honor y promoción del mismo nombre de la actriz del cine mejicano.
La exuberancia de su cuerpo no disimulaba los desbordes de cintura, de vientre y con la ropa ajustada, no tenía forma de ocultar, sino de destacar. También presentaba otras aristas importantes, por ejemplo, un brillo distinto en su mirada, una luz que pedía solidaridad, rogaba por un tiempo más; pronosticaba un cambio. Su desordenado maquillaje estaba a tono con su vestimenta. Labios pintados, con abuso del rojo intenso y brillante, despiadadamente marcados, asimétricos, con forma de corazón en el centro del labio superior. Sus ojos eran sombríos, color azabache, hundidos por la negra sombra que pintaba la cuenca orbital. Su rostro chisporroteaba luces de viejos festivales, estaba alegre y alocada. Juego de colores, de luces y sombras, sólo faltaba el estruendo de un inocente estallido. El aula, con ella, vestía de manicomio. Su actuar era explosivo.
Los días fueron transcurriendo en blanco y negro. Y también se sucedieron los años. Mientras el alumno no deserte, tiene abierto un crédito de esperanza. El buen docente no sólo lo sabe, también lo alimenta, lo nutre, lo estimula. Le agiganta lo exiguo, le magnifica lo pequeño; le felicita ante el éxito. Le levanta su autoestima hasta sobrepasar sus hombros. Así la alumna construye y se construye su educación. Y aunque es difícil notar cambios o transformaciones profundas de un día para otro, lentamente la estancia en la escuela la fue afinando. Claro, el pulido de una persona no se nota con la simple visión, como los músculos después de muchas sesiones de gimnasia. Lo que hace la escuela se amasa en el tiempo y se visualiza en el actuar humano, en su comportamiento, en sus reflexiones, en sus respuestas, en sus elecciones, en sus opiniones, en su convivencia, en sus decisiones más atinadas y en sus afectos más voluminosos. Esto construye la educación de la mano del tiempo. De todas las maravillas del mundo, ésta es lejos la primera. Por todo ello, Dios es el Maestro, como lo es Don Bosco para la juventud.
Y aquella rústica mujer del principio, se transformó en una dama impecable. Había dejado atrás sus vocingleras expresiones, su estridente sonoridad en las intervenciones. Hablaba con suave dulzura, con reposo, sin apresuramientos. Cada vez que expresaba sus opiniones, el silencio de sus compañeros le infundaba autoridad. Nadie se atrevía a interrumpirla. Sus palabras tenían el tono perfecto para cada situación. Sus gestos ampulosos se fueron evaporando año tras año. Sus modales indiscretos y gruesos tomaron un trazo fino y elegante. Se movía con llamativa sobriedad. Su atuendo, sin ser lujoso, evidenciaba femineidad. Combinaba los colores de su ropa personal con sentido estético. Hasta en esto había crecido. Dejó en el pasado la exagerada brillantez de sus adornos para ser ella la reluciente. Atenuó los tonos de su indumentaria con la sencilla prestancia de una verdadera señora. Apacible, madura, se sentía forjada por el fuego espiritual del proceso educativo. Era otra, tan distinta, era mucho más.
Mi memoria ha borrado su nombre, pero no es necesario y es mejor, porque no se trata de una individualidad, involucra en ella a todas las alumnas que probaron el pan de la educación. Aquellas que alimentaron su personalidad, por lo menos en cuatro años de escuela. Muchas veces pienso qué habrá hecho de su vida. Tendría que adivinar. Sin embargo, estoy completamente seguro que el servicio dado a la sociedad está cumplido. Sin dudas, la bella dama que egresó será hoy una elogiosa esposa, o una excelente profesional, o una tierna y dulce mamá, o por siempre la monumental obra de arte educativa cuyos artistas son los buenos docentes. Es el triunfo de la vida.

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