Si hay alguna elemental diferencia entre el hombre y los animales, es sin dudas su riqueza de valores. Acaso, su mayor patrimonio. Además, al ser humano es posible definirlo por los valores que encarna, o no es. Los valores ennoblecen a la raza humana; su ausencia: la denigra, la vacía, la banaliza. Y mi recuerdo viene a propósito de esto.
Aquella brillante noche de Acto Académico de Fin de Año, confieso que vi la luz celestial de un valor. Su presencia deslumbrante, me provocaba ceguera y excitación. Nació en el momento preciso, aunque haya madurado con anterioridad, cuando un alumno me miró fijo y expulsó la frase de supremo fulgor. Sus palabras dejaron una estela humeante en mi alma como una quemadura irremediable.
La frase fue pronunciada por el alumno Bruno Dignatas y, aunque yo siempre sospeché de él, nunca podría haber adelantado semejante revelación. Es que lo recuerdo siendo un joven principiante inexpresivo y casi sin sorpresas. (Siempre hay que agregar un “casi” porque la experiencia nos ha dado ejemplos tan contrarios que hubiésemos preferido comernos las palabras). Silencioso, ensimismado, nunca manifestó claramente sus expectativas respecto de la escuela. De día, trabajaba de empleado en una verdulería de su barrio. En todo momento, me pareció afable y abierto. Con cierta mesura, aplicaba su experiencia en sus relaciones sociales. Era reservado en sus cuestiones personales y austero en sus opiniones generales. Yo tenía la percepción de que alguna idea superior se gestaba en su mente. Pero esto suponía un misterio, una premonición, que el razonamiento no estaba dispuesto a compartir. Su asistencia y aplicación fueron regulares durante sus cuatro años de bachillerato. Había impuesto, a su espíritu, un ansia fuerte de vivir la escuela de la mejor manera posible y lo intentaba con mucha actitud. Aceptaba con alegría cualquier ayuda que requerían de su servicio. Por ejemplo, en los actos, en los encuentros, en las reuniones estudiantiles. En varias oportunidades, fue elegido por sus pares delegado de curso. Lo entusiasmaba protagonizar alguna obra de teatro. No hacía falta llamarlo o persuadirlo, asumía los personajes con intensa dedicación y alegría. Memorizaba los parlamentos con rapidez y se ganaba los aplausos por actuaciones superlativas, brillantes. Nadaba con fervorosa pasión por las aguas de la escuela. Exhibía sensibilidad y una fuerte capacidad de observación. La fuente inagotable era su voluntad. El deleite y la exaltación feliz dominaron su ánimo. Y nunca ahorró esfuerzos, tampoco restringió ayudas. Era generoso y todo lo brindaba con placer. Disfrutaba de ese mundo de ficción y trataba empeñosamente de subyugar al público de tal manera que lograba hacer tomar a la fantasía como realidad. Y no en pocos casos tuvo éxito. Lo sabía y paladeaba el dulce sabor de la victoria, del resbaladizo triunfo. Claro que no alcanzaba la perfección, porque la vanidad, muchas veces, lo acariciaba blandamente. Cuando ocurría esto, intentaba disimular su ganado espacio emocional. Sin embargo, nunca dejó de sentirse coquetamente artista y su mayor creencia era que había nacido para fascinar al gran público, aunque jamás reveló tan exagerado pensamiento. Así, terminaba siendo un suave ensueño producto de lo acontecido en la escuela.
En la clara blanca del día, vivía otra vida muy distante. Era el amable empleado que construía continuamente máscaras de cortesía, de buen estado de ánimo. Notaba que su rusticidad iba desapareciendo. Hasta había inventado una técnica para reír, pero sin hacerlo, para falsificar una risa impostada, de gusto amargo y áspero, porque no estaba condimentada por la legitimidad. Su verdadera hora estaba en la noche, en la escuela. Con eso gozaba enormemente. Pero, después de cuatro años, en aquel Acto Académico rutilante y clamoroso, nos dimos cuenta que detrás de su piel había crecido algo nuevo. Algo que velozmente buscaba avanzar y estallar en miles de estrellitas de colores. Esa noche, caían los cascarones de la hipocresía y de la mentira. Bruno saltó de la oscuridad para alcanzar el brillo de la cima, donde reina el esplendor del sol, de la verdad. Sus palabras… sus palabras… aún hoy me conmueven.
Los aplausos y las risas de los familiares y de los invitados sacudían la sala del teatro. Don Bosco sentiría plena felicidad. La gente se amontonaba en los pasillos, en el hall de entrada, en la parte alta de las plateas. Todo el ámbito era un mar de un cálido celeste, por donde sobrevolábamos en cámara lenta o flotábamos colmados de gozo. El tiempo avanzaba monótono, inexorable. Una tenue música de fondo, de clásicos populares, aumentaba la emoción general y esmaltaban la noche. Bruno ascendió al escenario con nerviosa alegría. Le entregaron el Diploma que acreditaba su bachillerato y también una lujosa medalla como recordativo por lo que había entregado en la escuela, un premio en reconocimiento a su amplia dedicación. Posó para la foto y descendió por la escalera lateral como baja un rey, orgulloso y triunfante. A los primeros compañeros que enfrentó los saludó con la cabeza bien alta, al tiempo que exhalaba un sonsonete de cascabeles en la alegría de su voz. Quizás en este momento y antes de recibirlo recordé aquella misteriosa idea de que algo se gestaba en su mente cuando llegó a clases el primer día. Después esta percepción se había retirado de mi memoria y no había vuelto hasta en este momento, cuando pasaron cuatro años y estaba a punto de dejarnos. Fue entonces que llegó a mí, lo abracé con fuerza desbordante de alegría y de afecto. Lo tomé por ambos hombros y le dije, común y rutinario:
-Bueno, querido Bruno, después de estos cuatro años en la escuela, ¿qué es lo mejor que te llevas?
Percibí que lo penetró como un estiletazo. Las palabras dichas fueron tan simples y diarias que estimé una respuesta rápida e insulsa. Pero estaba muy equivocado, cuando lo escuché fueron estremecedoras, como un asolador huracán, como un fuego esparcido por el viento o como la creciente de un río devastador. Porque me dijo con mucha seguridad y firmeza y con tono de felicidad:
-Profesor, ahora puedo hablar de igual a igual con cualquier profesional.
Estas insospechadas palabras me aturdieron el cerebro; me sacudieron indefenso como una hoja al viento. No entendía ¿Cómo me podía decir eso una persona de casi cuarenta años? ¿Cómo había vivido hasta ese momento si eso expresaba? ¿Cómo fue posible revelar tan secreta falencia, tanta circunstancia abyecta? Los interrogantes zumbaban en mis oídos unos tras otros. Lentamente me fui recomponiendo y extraje mis primeras palabras: “Sobre la tierra, todos los hombres deben tener dignidad, aún siendo pobres y aún siendo analfabetos. Está en el patrimonio de valores de la raza humana”. En seguida, tomé conciencia de que él había crecido vacío de dignidad, aunque tenía la percepción de que existía. Entonces lo vi iluminado. Había nacido de nuevo, a través del descubrimiento de su ser. Pudo haber gritado a los cuatro vientos: “Ahora soy, ahora tengo ser, ahora soy digno de ser porque he obtenido con el bachillerato el valor de la dignidad”. Un valor que construyó en la escuela durante cuatro largos años. Desde el primer día había venido a buscar ese valor que por carecer lo debilitaba, lo hacía sentir incapaz. Sin ese valor, tenía existencia, pero no tenía ser. Desde su ingreso, la expectativa que lo dominaba era llegar a lograr la dignidad y la obtuvo en el plazo de cuatro años, cuando culminaron sus estudios. Quedé sumamente impresionado. La escuela me argumentaba, con sus vastas posibilidades, la infinita grandeza de sus aulas. Me retiré aún sorprendido de la fiesta. A la salida el aire fresco calmaba mi emoción, miré por último el edificio de la escuela e imaginé que era una maternidad de la vida y nacían hombres.
* * *
Aquella brillante noche de Acto Académico de Fin de Año, confieso que vi la luz celestial de un valor. Su presencia deslumbrante, me provocaba ceguera y excitación. Nació en el momento preciso, aunque haya madurado con anterioridad, cuando un alumno me miró fijo y expulsó la frase de supremo fulgor. Sus palabras dejaron una estela humeante en mi alma como una quemadura irremediable.
La frase fue pronunciada por el alumno Bruno Dignatas y, aunque yo siempre sospeché de él, nunca podría haber adelantado semejante revelación. Es que lo recuerdo siendo un joven principiante inexpresivo y casi sin sorpresas. (Siempre hay que agregar un “casi” porque la experiencia nos ha dado ejemplos tan contrarios que hubiésemos preferido comernos las palabras). Silencioso, ensimismado, nunca manifestó claramente sus expectativas respecto de la escuela. De día, trabajaba de empleado en una verdulería de su barrio. En todo momento, me pareció afable y abierto. Con cierta mesura, aplicaba su experiencia en sus relaciones sociales. Era reservado en sus cuestiones personales y austero en sus opiniones generales. Yo tenía la percepción de que alguna idea superior se gestaba en su mente. Pero esto suponía un misterio, una premonición, que el razonamiento no estaba dispuesto a compartir. Su asistencia y aplicación fueron regulares durante sus cuatro años de bachillerato. Había impuesto, a su espíritu, un ansia fuerte de vivir la escuela de la mejor manera posible y lo intentaba con mucha actitud. Aceptaba con alegría cualquier ayuda que requerían de su servicio. Por ejemplo, en los actos, en los encuentros, en las reuniones estudiantiles. En varias oportunidades, fue elegido por sus pares delegado de curso. Lo entusiasmaba protagonizar alguna obra de teatro. No hacía falta llamarlo o persuadirlo, asumía los personajes con intensa dedicación y alegría. Memorizaba los parlamentos con rapidez y se ganaba los aplausos por actuaciones superlativas, brillantes. Nadaba con fervorosa pasión por las aguas de la escuela. Exhibía sensibilidad y una fuerte capacidad de observación. La fuente inagotable era su voluntad. El deleite y la exaltación feliz dominaron su ánimo. Y nunca ahorró esfuerzos, tampoco restringió ayudas. Era generoso y todo lo brindaba con placer. Disfrutaba de ese mundo de ficción y trataba empeñosamente de subyugar al público de tal manera que lograba hacer tomar a la fantasía como realidad. Y no en pocos casos tuvo éxito. Lo sabía y paladeaba el dulce sabor de la victoria, del resbaladizo triunfo. Claro que no alcanzaba la perfección, porque la vanidad, muchas veces, lo acariciaba blandamente. Cuando ocurría esto, intentaba disimular su ganado espacio emocional. Sin embargo, nunca dejó de sentirse coquetamente artista y su mayor creencia era que había nacido para fascinar al gran público, aunque jamás reveló tan exagerado pensamiento. Así, terminaba siendo un suave ensueño producto de lo acontecido en la escuela.
En la clara blanca del día, vivía otra vida muy distante. Era el amable empleado que construía continuamente máscaras de cortesía, de buen estado de ánimo. Notaba que su rusticidad iba desapareciendo. Hasta había inventado una técnica para reír, pero sin hacerlo, para falsificar una risa impostada, de gusto amargo y áspero, porque no estaba condimentada por la legitimidad. Su verdadera hora estaba en la noche, en la escuela. Con eso gozaba enormemente. Pero, después de cuatro años, en aquel Acto Académico rutilante y clamoroso, nos dimos cuenta que detrás de su piel había crecido algo nuevo. Algo que velozmente buscaba avanzar y estallar en miles de estrellitas de colores. Esa noche, caían los cascarones de la hipocresía y de la mentira. Bruno saltó de la oscuridad para alcanzar el brillo de la cima, donde reina el esplendor del sol, de la verdad. Sus palabras… sus palabras… aún hoy me conmueven.
Los aplausos y las risas de los familiares y de los invitados sacudían la sala del teatro. Don Bosco sentiría plena felicidad. La gente se amontonaba en los pasillos, en el hall de entrada, en la parte alta de las plateas. Todo el ámbito era un mar de un cálido celeste, por donde sobrevolábamos en cámara lenta o flotábamos colmados de gozo. El tiempo avanzaba monótono, inexorable. Una tenue música de fondo, de clásicos populares, aumentaba la emoción general y esmaltaban la noche. Bruno ascendió al escenario con nerviosa alegría. Le entregaron el Diploma que acreditaba su bachillerato y también una lujosa medalla como recordativo por lo que había entregado en la escuela, un premio en reconocimiento a su amplia dedicación. Posó para la foto y descendió por la escalera lateral como baja un rey, orgulloso y triunfante. A los primeros compañeros que enfrentó los saludó con la cabeza bien alta, al tiempo que exhalaba un sonsonete de cascabeles en la alegría de su voz. Quizás en este momento y antes de recibirlo recordé aquella misteriosa idea de que algo se gestaba en su mente cuando llegó a clases el primer día. Después esta percepción se había retirado de mi memoria y no había vuelto hasta en este momento, cuando pasaron cuatro años y estaba a punto de dejarnos. Fue entonces que llegó a mí, lo abracé con fuerza desbordante de alegría y de afecto. Lo tomé por ambos hombros y le dije, común y rutinario:
-Bueno, querido Bruno, después de estos cuatro años en la escuela, ¿qué es lo mejor que te llevas?
Percibí que lo penetró como un estiletazo. Las palabras dichas fueron tan simples y diarias que estimé una respuesta rápida e insulsa. Pero estaba muy equivocado, cuando lo escuché fueron estremecedoras, como un asolador huracán, como un fuego esparcido por el viento o como la creciente de un río devastador. Porque me dijo con mucha seguridad y firmeza y con tono de felicidad:
-Profesor, ahora puedo hablar de igual a igual con cualquier profesional.
Estas insospechadas palabras me aturdieron el cerebro; me sacudieron indefenso como una hoja al viento. No entendía ¿Cómo me podía decir eso una persona de casi cuarenta años? ¿Cómo había vivido hasta ese momento si eso expresaba? ¿Cómo fue posible revelar tan secreta falencia, tanta circunstancia abyecta? Los interrogantes zumbaban en mis oídos unos tras otros. Lentamente me fui recomponiendo y extraje mis primeras palabras: “Sobre la tierra, todos los hombres deben tener dignidad, aún siendo pobres y aún siendo analfabetos. Está en el patrimonio de valores de la raza humana”. En seguida, tomé conciencia de que él había crecido vacío de dignidad, aunque tenía la percepción de que existía. Entonces lo vi iluminado. Había nacido de nuevo, a través del descubrimiento de su ser. Pudo haber gritado a los cuatro vientos: “Ahora soy, ahora tengo ser, ahora soy digno de ser porque he obtenido con el bachillerato el valor de la dignidad”. Un valor que construyó en la escuela durante cuatro largos años. Desde el primer día había venido a buscar ese valor que por carecer lo debilitaba, lo hacía sentir incapaz. Sin ese valor, tenía existencia, pero no tenía ser. Desde su ingreso, la expectativa que lo dominaba era llegar a lograr la dignidad y la obtuvo en el plazo de cuatro años, cuando culminaron sus estudios. Quedé sumamente impresionado. La escuela me argumentaba, con sus vastas posibilidades, la infinita grandeza de sus aulas. Me retiré aún sorprendido de la fiesta. A la salida el aire fresco calmaba mi emoción, miré por último el edificio de la escuela e imaginé que era una maternidad de la vida y nacían hombres.
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