Hoy es el cumpleaños de nuestra queridísima Directora, que hace su trabajo con tanto amor y dedicación.
Su, te deseamos lo mejor hoy y siempre.
Muchos besos
viernes, 23 de octubre de 2009
"Recuerdo 7", por el Prof. Oscar Fernández
Un marzo nostálgico abría el nuevo año lectivo de trabajo y un bullicioso trajinar corría libre como el aire tibio sobre el patio rectangular de la escuela. Alumnos, preceptores, todos estaban dispersos y salían y entraban por las distintas puertas de las aulas con irregular urgencia. Gritos, llamadas, pedidos horadaban el aire con sonidos estridentes, graves y agudos, chillones y ensordecedores. Todos los caminos estaban atascados de personas y todos los atajos eran posibles. El peor momento era soportado por los principiantes de primer año, pues no conocían el lugar. Trataban de discernir o de adivinar, en muchos casos, para luego dirigirse hacia otras más adecuadas alternativas. Había quienes trasladaban añejos mobiliarios marcados con punzantes medios que recordaban antiguas historias. Tampoco faltaba algún distraído veterano que se equivocaba de aula o de sitio por alguna que otra modificación o mejoras edilicias y esto trastocaba el mapa habitual de la costumbre. Después de la vacación de verano, era común que los alumnos se olvidaran de los pasos habituales o de los caminos de vuelta o bien de las reglas acordadas. Por momentos se perdían las señales y el repentino recuerdo venía en su ayuda, para organizarse y encontrar las marcas del pasado. Al fin, se acomodaban al nuevo año con fatigosa calma.
Entre los nuevos inscriptos, se destacaba un grupo de alumnos que se componía de personas mayores de 40 años, mujeres y varones, y estaban concentrados, en general, en segundo año. Entre ellos, se dibujaba la presencia de un flamante alumno de 55 años, cabellos color ceniza, de ojos pequeños y vivaces y una sonrisa lista para descargar en la primera oportunidad. Compartía aula, pero no banco, con su hijo de 23 años que después de agotadoras charlas y de innumerables y variadas argumentaciones, había logrado convencerlo de concluir sus estudios de bachiller. ¿Volver a la escuela? ¿Y por qué no? Y así con mucho esfuerzo, el hijo terminó aceptando y darse otra oportunidad. Al padre lo embargaba una no simulada alegría; al hijo un aparente fastidio. Después de tomar asiento y antes de iniciarse la clase, aquel padre miró con vaga ternura la inmediatez de su hijo en el aula. El hijo tal vez pensaba en esos 10 años atrás cuando suspendió sus estudios. El padre recordaba sus 40 años de ácido determinismo que lo hizo desembocar en la deserción. Yo lo supe más tarde. A los 15 años de edad, Eugenio, así se llamaba el alumno-padre, vivió con ineluctable dolor el accidente paterno que le provocó el abandono de la escuela. Por entonces, el trabajo era imprescindible para él y sobretodo para su familia, compuesta por su madre y una hermana. No hubo opciones. Trabajar o trabajar, ese fue el irremediable destino. Su madre sufrió atormentada por la impotencia de desviar esa aspiración de ver a su hijo inmerso en el estudio. ¿Cuánto hubiese dado por la continuidad de Eugenio en la escuela? Todo, pero siempre está primero el sobrevivir, aunque ella jamás se resignó. Su dolor fue inmenso; y la mayoría de sus íntimos sospechaban, con respeto, que la pesadumbre de la pérdida de su esposo era menor a la dura infelicidad de la deserción escolar de su hijo. Desde su embarazo había diseñado imaginariamente la trayectoria educativa de su primogénito. Nada le hubiera hecho cambiar respecto a la firmeza de su pensamiento, de su sueño, del itinerario proyectado para la educación de Eugenio. Era su creencia y su concepto básico: “debe estudiar”. Sólo el freno imprevisto y amargo de la fatalidad imponía la grave decisión, que debió aceptar calladamente. En esta situación de aporía, de callejón sin salida, la desintegración humana estallaba en lo profundo de su mente. No era posible imaginar otro desenlace. La lucha estaba perdida. Luego, la claudicación inexorable y la caída, desgarrada e impotente, hacia el pantanoso abismo de la tristeza y la angustia. No pudo torcer aquellos momentos de desgracias y fue viviendo con la luz de la esperanza encendida en su corazón, pero con débil carácter, como algo terminado, previstamente imposible de realización.
El complejo tejido de la vida tiene idas y venidas, senderos con encuentros y con desencuentros, promesas y realizaciones, posibilidades imposibles y posibles imposibilidades. Por mi parte, a Eugenio jamás le pregunté qué extraño empujón lo había enviado al colegio, o si con este regreso a la escuela tenía la intención de cumplir con alguna promesa del pasado. Y, como trabajaba de “tiracables” en un Canal televisivo pensé que su intención era el progreso jerárquico o el económico en el mencionado lugar. Tal vez su necesidad de concluir el bachillerato nació de una idea espontánea, sin ningún aparente interés; un pensamiento impensado que alguna vez surgió sin darse cuenta, o si la incubó por siempre y próximo a ser abuelo la hizo realidad. Pronto su hija daría a luz su primer nieto y él para honra de todos los familiares y de su flamante nieto esperaba regalarle este ejemplo de consagración. Este último razonamiento me hizo reflexionar sobre el orgullo, el sitial de los héroes, el paradigma de progreso y perfeccionamiento humano que acompañarían al egreso. Y el diploma, sostenido con las dos manos en lo alto, sería el símbolo de su hazaña y de su noble emprendimiento, como una corona de laureles alrededor de su cabeza, ante la admiración de todos.
Cursó los tres años con verdadero éxito. Eficaz en los exámenes, animador en las clases, solidario a la hora de representar o conducir algún acto académico conmemorativo o de celebración. Participaba también en las Misas con destacada actividad. Su liderazgo era vital para la motivación del alumnado y su colorido humor era tan limpio y chispeante que no se justificaba ninguna observación. Su sociabilidad y su cortesía eran palpables en todas las circunstancias e infundía tranquilidad en la convivencia y ahuyentaba el cansancio con su bonhomía. Por este rendimiento, obtuvo un justo premio. Fue elegido merecidamente abanderado escolta. Durante los tres años de estada en la institución, tuvo un comportamiento de nivel superior en todos los órdenes. Y había llegado el día de la entrega de diplomas que certificaban su acreditación final.
La sala estaba colmada de familiares, invitados, profesores, amigos; un verdadero gentío, muy dispuesto a los festejos, aplaudió con entusiasmo el ingreso de los abanderados y el inicio de la gran celebración. Yo tuve la oportunidad de conducir el Acto y me contagiaba la alegría de los familiares. Pasó el Himno Nacional, pasaron los discursos, los premios por asistencia, por óptimas calificaciones, y el cambio de abanderados hizo ascender a la cima la emotividad. La emoción había caído en el recinto, en las paredes, entre las plateas, en las ropas de los amigos, de los familiares, de los invitados especiales y se desparramaba con una embriagadora fragancia flotando en el aire. Cada nuevo bachiller era agasajado y admirado sin ahorros de aplausos y vivas. Las risas y las generosas muestras de felicidad se disparaban como explosivos que estallan y encienden luces de colores por el agitado aire. Luego de escuchar su nombre, dirigió sus pasos hacia el proscenio a recibir su bien ganado diploma. Allí estaba el flamante abuelo Eugenio, el alumno de 55 años quien debió abandonar sus estudios en su adolescencia. Mientras se acercaba, nadie pudo adivinar qué pensamientos lo dominaban. Estruendosos aplausos resonaron en el teatro y desde ambos laterales ascendieron por cada escalerilla: sus cuatro hijos, su esposa, sus nueras y el primer nieto. Ya todos sobre el escenario, los aplausos se renovaron. Esas figuras representaban una de las más hermosas estampas escolares que regalaba la escuela nocturna. Resplandor, brillo, alegría y, en el centro de la escena, la familia que rodeaba a su protagonista dilecto: Eugenio, el bien nacido, el alumno, el padre, el abuelo. La desatada emotividad, algunas lágrimas y los asistentes que levantaban con sus voces cantos de felicidad y de afectos. Yo también con el silencio, busqué ocultar incipientes lágrimas. Aunque estaba acostumbrado, me conmocioné hondamente. Sin embargo, la noche aún no había finalizado. Estábamos en el pico más alto de las vibraciones emocionales; no era posible imaginar otro momento superior. Aquella noche cálida e inolvidable reservaba otro asombro, otro torbellino de sensibilidades libres. Eugenio recibió los halagos testimoniales, se tomaron fotos y afuera de la programación, pidió decir unas palabras. Yo seguí su ritmo y solicité silencio al auditorio. Eugenio parecía inseguro, demasiado impresionado. Se encaminó hacia mí para tomar el micrófono y antes que llegara, anuncié con vociferación su nombre al aire. Respondió el clamor caliente y alegre del público. Asió el micrófono y empezó diciendo con algo de timidez:
-Buenas noches… ustedes perdonen porque estoy bastante nervioso y no estoy acostumbrado a hablar ante tanta gente… Simplemente, quiero agradecer a los profesores, a las autoridades, a los preceptores todo lo que han hecho por nosotros… Muchas gracias. Cuando hace tres años yo ingresaba a esta escuela nunca me podría haber imaginado cuantos afectos y enseñanzas encontraría en los profesores y en los preceptores… cuanto nos acompañaron y nos alentaron para fortalecernos en el camino… Muchas gracias. Hoy hemos llegado a la culminación de lo aspirado y lo logrado, mientras nuestras familias esperaban con ansiedad cada noche nuestro regreso al hogar… Muchas gracias a ellos, nuestro diploma es parte también de quienes quedaban en sus hogares esperando… (Sus ojos empezaban a ponerse vidriosos, húmedos). Pero hay alguien a quien yo no pude entregarle mi diploma, alguien que nunca debilitó la esperanza de verme bachiller… (Ahora sus lágrimas se hicieron más robustas, más notables. Un silencio profundo acongojó el ámbito). Este diploma era para mi madre, vine y me entregué a la escuela mansamente porque el título era para ella, para mi madre… (Descontrolado lloró con fuerza, con tristeza), mi madre que no pudo verme porque murió de cáncer hace dos meses atrás… (Ahora sus lágrimas partían el corazón, caían a borbotones y su respiración era desgarradora), porque yo hice esto por mi madre, saben, por mi madre…
Quedó en el aire un denso silencio y un halo de luz fugaz golpeó en el público que estaba inmensamente conmovido, lagrimeando a la par de Eugenio que no dejaba de insistir: “por mi madre… por mi madre…”. Esta revelación parecía asustarme, aunque no había ningún razonamiento y tampoco un especial sentimiento como para justificar la incertidumbre. Tuve una sensación de resquemor, de frustración que me ahogaba la alegría del fin de fiesta. Era probable que fuese por la falta de la madre en estas circunstancias. Por ese legado de esperanza que había nutrido a su hijo y él cumplió a los 55 años, lamentablemente post mortem.
Me di el tiempo necesario para la reflexión. La escuela había sido el lazo que abrazó el espíritu de la madre con la resolución del hijo. El diploma era el testimonio de aquel lazo. Tuvo que esperar 40 años para que su deseo se cumpliera. Fue un vacío prolongado. Pero bien valía la pena. Fue entonces que encontré otro argumento más para comprender la razón que lo llevó a Eugenio a realizar su bachillerato. Una decisión espléndida e insospechaba. Quiso entregar a su madre el regalo más preciado: su título de bachiller, por el que ella tanto había apostado. Lástima que la muerte inesperada vino dos meses antes. Sin embargo, no me caben dudas que su madre lo recibió con una amplia sonrisa, porque en la serenidad de aquella hermosa noche, una estrella fugaz y brillante, que desapareció súbito, me daba la razón.
* * *
Entre los nuevos inscriptos, se destacaba un grupo de alumnos que se componía de personas mayores de 40 años, mujeres y varones, y estaban concentrados, en general, en segundo año. Entre ellos, se dibujaba la presencia de un flamante alumno de 55 años, cabellos color ceniza, de ojos pequeños y vivaces y una sonrisa lista para descargar en la primera oportunidad. Compartía aula, pero no banco, con su hijo de 23 años que después de agotadoras charlas y de innumerables y variadas argumentaciones, había logrado convencerlo de concluir sus estudios de bachiller. ¿Volver a la escuela? ¿Y por qué no? Y así con mucho esfuerzo, el hijo terminó aceptando y darse otra oportunidad. Al padre lo embargaba una no simulada alegría; al hijo un aparente fastidio. Después de tomar asiento y antes de iniciarse la clase, aquel padre miró con vaga ternura la inmediatez de su hijo en el aula. El hijo tal vez pensaba en esos 10 años atrás cuando suspendió sus estudios. El padre recordaba sus 40 años de ácido determinismo que lo hizo desembocar en la deserción. Yo lo supe más tarde. A los 15 años de edad, Eugenio, así se llamaba el alumno-padre, vivió con ineluctable dolor el accidente paterno que le provocó el abandono de la escuela. Por entonces, el trabajo era imprescindible para él y sobretodo para su familia, compuesta por su madre y una hermana. No hubo opciones. Trabajar o trabajar, ese fue el irremediable destino. Su madre sufrió atormentada por la impotencia de desviar esa aspiración de ver a su hijo inmerso en el estudio. ¿Cuánto hubiese dado por la continuidad de Eugenio en la escuela? Todo, pero siempre está primero el sobrevivir, aunque ella jamás se resignó. Su dolor fue inmenso; y la mayoría de sus íntimos sospechaban, con respeto, que la pesadumbre de la pérdida de su esposo era menor a la dura infelicidad de la deserción escolar de su hijo. Desde su embarazo había diseñado imaginariamente la trayectoria educativa de su primogénito. Nada le hubiera hecho cambiar respecto a la firmeza de su pensamiento, de su sueño, del itinerario proyectado para la educación de Eugenio. Era su creencia y su concepto básico: “debe estudiar”. Sólo el freno imprevisto y amargo de la fatalidad imponía la grave decisión, que debió aceptar calladamente. En esta situación de aporía, de callejón sin salida, la desintegración humana estallaba en lo profundo de su mente. No era posible imaginar otro desenlace. La lucha estaba perdida. Luego, la claudicación inexorable y la caída, desgarrada e impotente, hacia el pantanoso abismo de la tristeza y la angustia. No pudo torcer aquellos momentos de desgracias y fue viviendo con la luz de la esperanza encendida en su corazón, pero con débil carácter, como algo terminado, previstamente imposible de realización.
El complejo tejido de la vida tiene idas y venidas, senderos con encuentros y con desencuentros, promesas y realizaciones, posibilidades imposibles y posibles imposibilidades. Por mi parte, a Eugenio jamás le pregunté qué extraño empujón lo había enviado al colegio, o si con este regreso a la escuela tenía la intención de cumplir con alguna promesa del pasado. Y, como trabajaba de “tiracables” en un Canal televisivo pensé que su intención era el progreso jerárquico o el económico en el mencionado lugar. Tal vez su necesidad de concluir el bachillerato nació de una idea espontánea, sin ningún aparente interés; un pensamiento impensado que alguna vez surgió sin darse cuenta, o si la incubó por siempre y próximo a ser abuelo la hizo realidad. Pronto su hija daría a luz su primer nieto y él para honra de todos los familiares y de su flamante nieto esperaba regalarle este ejemplo de consagración. Este último razonamiento me hizo reflexionar sobre el orgullo, el sitial de los héroes, el paradigma de progreso y perfeccionamiento humano que acompañarían al egreso. Y el diploma, sostenido con las dos manos en lo alto, sería el símbolo de su hazaña y de su noble emprendimiento, como una corona de laureles alrededor de su cabeza, ante la admiración de todos.
Cursó los tres años con verdadero éxito. Eficaz en los exámenes, animador en las clases, solidario a la hora de representar o conducir algún acto académico conmemorativo o de celebración. Participaba también en las Misas con destacada actividad. Su liderazgo era vital para la motivación del alumnado y su colorido humor era tan limpio y chispeante que no se justificaba ninguna observación. Su sociabilidad y su cortesía eran palpables en todas las circunstancias e infundía tranquilidad en la convivencia y ahuyentaba el cansancio con su bonhomía. Por este rendimiento, obtuvo un justo premio. Fue elegido merecidamente abanderado escolta. Durante los tres años de estada en la institución, tuvo un comportamiento de nivel superior en todos los órdenes. Y había llegado el día de la entrega de diplomas que certificaban su acreditación final.
La sala estaba colmada de familiares, invitados, profesores, amigos; un verdadero gentío, muy dispuesto a los festejos, aplaudió con entusiasmo el ingreso de los abanderados y el inicio de la gran celebración. Yo tuve la oportunidad de conducir el Acto y me contagiaba la alegría de los familiares. Pasó el Himno Nacional, pasaron los discursos, los premios por asistencia, por óptimas calificaciones, y el cambio de abanderados hizo ascender a la cima la emotividad. La emoción había caído en el recinto, en las paredes, entre las plateas, en las ropas de los amigos, de los familiares, de los invitados especiales y se desparramaba con una embriagadora fragancia flotando en el aire. Cada nuevo bachiller era agasajado y admirado sin ahorros de aplausos y vivas. Las risas y las generosas muestras de felicidad se disparaban como explosivos que estallan y encienden luces de colores por el agitado aire. Luego de escuchar su nombre, dirigió sus pasos hacia el proscenio a recibir su bien ganado diploma. Allí estaba el flamante abuelo Eugenio, el alumno de 55 años quien debió abandonar sus estudios en su adolescencia. Mientras se acercaba, nadie pudo adivinar qué pensamientos lo dominaban. Estruendosos aplausos resonaron en el teatro y desde ambos laterales ascendieron por cada escalerilla: sus cuatro hijos, su esposa, sus nueras y el primer nieto. Ya todos sobre el escenario, los aplausos se renovaron. Esas figuras representaban una de las más hermosas estampas escolares que regalaba la escuela nocturna. Resplandor, brillo, alegría y, en el centro de la escena, la familia que rodeaba a su protagonista dilecto: Eugenio, el bien nacido, el alumno, el padre, el abuelo. La desatada emotividad, algunas lágrimas y los asistentes que levantaban con sus voces cantos de felicidad y de afectos. Yo también con el silencio, busqué ocultar incipientes lágrimas. Aunque estaba acostumbrado, me conmocioné hondamente. Sin embargo, la noche aún no había finalizado. Estábamos en el pico más alto de las vibraciones emocionales; no era posible imaginar otro momento superior. Aquella noche cálida e inolvidable reservaba otro asombro, otro torbellino de sensibilidades libres. Eugenio recibió los halagos testimoniales, se tomaron fotos y afuera de la programación, pidió decir unas palabras. Yo seguí su ritmo y solicité silencio al auditorio. Eugenio parecía inseguro, demasiado impresionado. Se encaminó hacia mí para tomar el micrófono y antes que llegara, anuncié con vociferación su nombre al aire. Respondió el clamor caliente y alegre del público. Asió el micrófono y empezó diciendo con algo de timidez:
-Buenas noches… ustedes perdonen porque estoy bastante nervioso y no estoy acostumbrado a hablar ante tanta gente… Simplemente, quiero agradecer a los profesores, a las autoridades, a los preceptores todo lo que han hecho por nosotros… Muchas gracias. Cuando hace tres años yo ingresaba a esta escuela nunca me podría haber imaginado cuantos afectos y enseñanzas encontraría en los profesores y en los preceptores… cuanto nos acompañaron y nos alentaron para fortalecernos en el camino… Muchas gracias. Hoy hemos llegado a la culminación de lo aspirado y lo logrado, mientras nuestras familias esperaban con ansiedad cada noche nuestro regreso al hogar… Muchas gracias a ellos, nuestro diploma es parte también de quienes quedaban en sus hogares esperando… (Sus ojos empezaban a ponerse vidriosos, húmedos). Pero hay alguien a quien yo no pude entregarle mi diploma, alguien que nunca debilitó la esperanza de verme bachiller… (Ahora sus lágrimas se hicieron más robustas, más notables. Un silencio profundo acongojó el ámbito). Este diploma era para mi madre, vine y me entregué a la escuela mansamente porque el título era para ella, para mi madre… (Descontrolado lloró con fuerza, con tristeza), mi madre que no pudo verme porque murió de cáncer hace dos meses atrás… (Ahora sus lágrimas partían el corazón, caían a borbotones y su respiración era desgarradora), porque yo hice esto por mi madre, saben, por mi madre…
Quedó en el aire un denso silencio y un halo de luz fugaz golpeó en el público que estaba inmensamente conmovido, lagrimeando a la par de Eugenio que no dejaba de insistir: “por mi madre… por mi madre…”. Esta revelación parecía asustarme, aunque no había ningún razonamiento y tampoco un especial sentimiento como para justificar la incertidumbre. Tuve una sensación de resquemor, de frustración que me ahogaba la alegría del fin de fiesta. Era probable que fuese por la falta de la madre en estas circunstancias. Por ese legado de esperanza que había nutrido a su hijo y él cumplió a los 55 años, lamentablemente post mortem.
Me di el tiempo necesario para la reflexión. La escuela había sido el lazo que abrazó el espíritu de la madre con la resolución del hijo. El diploma era el testimonio de aquel lazo. Tuvo que esperar 40 años para que su deseo se cumpliera. Fue un vacío prolongado. Pero bien valía la pena. Fue entonces que encontré otro argumento más para comprender la razón que lo llevó a Eugenio a realizar su bachillerato. Una decisión espléndida e insospechaba. Quiso entregar a su madre el regalo más preciado: su título de bachiller, por el que ella tanto había apostado. Lástima que la muerte inesperada vino dos meses antes. Sin embargo, no me caben dudas que su madre lo recibió con una amplia sonrisa, porque en la serenidad de aquella hermosa noche, una estrella fugaz y brillante, que desapareció súbito, me daba la razón.
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sábado, 17 de octubre de 2009
Comentario del alumno Martín Tapia Bollé sobre la maratón
" La maratón estuvo buenísima. Me divertí mucho"
miércoles, 14 de octubre de 2009
"Recuerdo 6", por el Prof. Oscar Fernández
Había sufrido tanto por el flagelo blanco que sometía intempestivamente a su hija, que no vislumbraba ninguna salida de salvación en ese oscuro y frío túnel, por donde transitaba su vida. Cada día que pasaba, aumentaba más de lo mismo. Algo irremediable, malvado, monstruoso, inexorable. No la hería en cualquier sitio, sino directamente en el corazón. Su hija sufría la pedante enfermedad de la adicción. Una batalla difícil. Peregrinó caminos de búsqueda, sin solución. Consultó a los profesionales de la salud biológica; buscó a psicólogos y psiquiatras; se hundió en los pantanos del curanderismo y en el terreno fangoso de los aventureros y los vendedores de expectativas nunca cumplidas. Luchó con todas sus fuerzas; no escatimó recorrer innumerables senderos que concluían en el abismo. Por último, se aferró a Dios con la esperanza deshilachada por tantos fracasos, por tantos desengaños e ilusiones muertas. Agotada por la desesperanza, despiadadamente exánime, entregó su voluntad y resignó en parte su lucha, para darse tiempo.
Al final, todavía no fue posible saber, por algún misterioso convencimiento o por alguna callada señal, la madre orientó su mirada hacia nuestra escuela. Ciega de razonamientos, se decidió, con inocultable timidez, trasladarse apesadumbrada hacia el “Don Bosco”. Completó los trámites de su hija y, cuando le preguntaron si ella tenía la segunda educación realizada, respondió negativamente. Fue entonces que la persuadieron para que concurriera con su hija. Y así lo hizo, con demasiadas dudas. Pero una madre genuina no se detiene: corre, camina, se arrastra llevada por el religioso y sublime amor a su prole. Y se encomendó a San José de Calasanz, patrono de la escuela media.
El año comenzó cansino como siempre. En silencio y lentamente, madre e hija tomaron asiento juntas. Aunque a nadie sorprendía esta situación, ambas estaban muy asustadas y temerosas. En múltiples casos, madre e hija ocuparon asientos contiguos. Las dos, con prudencia, se fueron adaptando al nuevo ámbito. Fluía el compañerismo y la amabilidad en el aula. Madre e hija comenzaron a liberarse de sus temores y sus abstenciones. Más libres, vivían la escuela con responsable alegría. El aula tiene esa prodigiosa facultad de “escolarizar” a las personas. Dentro del aula, sean profesionales, sean estudiantes adultos, o sean jóvenes o niños, todos sin excepción, “se escolarizan”. Son alumnos y funcionan como tal; cumplen su rol de igual manera. Adhieren al menor esfuerzo, desean que el reloj acelere el tiempo para la pausa o para la finalización. También ocurre en un “master”, en un curso de perfeccionamiento, en uno de postgrado; es propio y común que se repita esta “escolarización”. Pero es justo admitir que ante eximios expositores, la atención y la disposición del alumnado prevalecen densas y vigorosas.
Así pues, los años de diferencias que había entre ambas no se notaba, pasaba lo mismo para las dos mujeres respecto a temores y alegrías. Esto acortaba la distancia de edades. Ambas vivían los calcados problemas, tenían iguales inquietudes e incertidumbres ante las evaluaciones, debían cumplir con las tareas preestablecidas y trabajar con precisión en la toma de apuntes, en la identidad de las ideas principales y en tantas otras tareas prácticas y resolutivas. La escuela las vivificaba, pensé observando las actuaciones de madre e hija, porque no encontraba otra palabra para significar con exactitud lo que les pasaba a las dos. La escuela les daba vida. La escuela fortalecía a quienes estaban decaídos. No conjeturé una teoría sobre la escuela; estaba presenciando una realidad bien concreta que ambas construían noche a noche. No podía negar que esta comunión escolar de madre e hija me hacía feliz. Y a medida que avanzaba el año, las relaciones entre todos se afirmaban, se ajustaban, se fortalecían. El afecto entre ellos, les abrió la puerta de la confidencia y de la ayuda. La madre ya no se sentía sola, su lucha sumaba más compañeros. La batalla tenía otro escenario, más iluminado, más verdadero, más auténtico, más amoroso. El aula amplió su concepto, era el encuentro de personas queridas. Las dos estaban felices en la fotografía de sus rostros; la hija encontraba otra razón para sus movimientos vitales y la madre, llena de jovialidad, vivía rejuvenecida por las operaciones intelectuales que debía cumplir y con optimismo por el remanso de su agitación pasada. Se distraían y aunque muchas noches regresaban cansadas, vivían felices con el trabajo escolar diario. Por supuesto una felicidad mesurada, no altisonante y desbordada, sino controlada y sobria, equilibrada y responsable. Muchas veces el cansancio pesaba sobre los párpados entrecerrados, era entonces que yo debía emplear una estrategia inevitable: desenrollar algunos chistes o cuentos humorísticos. Esto provocaba risas y las risas, tintineantes como llamador chino, despertaban a los soñadores. Luego se esforzaban en mantenerse vivaces para no perder ninguna otra carcajada. Y cuando el peso de las horas caía sobre mí, ellos como fuentes de luz iluminaban la oscura noche del cansancio, de las sórdidas crisis económicas y de los pequeños disgustos generados por los alumnos más desgastados y tristes. Estas alusiones de humor sugerían además la percepción de una visión más optimista de la vida y más deliciosa por la riqueza del aprendizaje y del compañerismo. Claro que no faltaban momentos de amarga desesperanza o de silenciosa tristeza, y de alicaído ánimo. Entonces, comprendía que estaba obligado a levantar los corazones de esas almas tan desamparadas de información, tan marginadas de la globalización, tan indefensas en el mundo del conocimiento. Recurría así a salidas con humor y me devolvían como en un espejo la postal de la alegría o el paisaje jubiloso de sus frescas presencias. Mi experiencia juzgaba necesarios y valiosos estos pasajes de humor, porque descomprimían y la incalculable tensión del trabajo mental diluía y enfriaba sus fuerzas. Mientras tanto, el tiempo corría y el año se iba consumiendo con paso firme.
El bullicio y el agotamiento de todos preanunciaban el cercano final del período lectivo. La madre y la hija, cuyos nombres han sido preservados de propósito, persistían con elevado ánimo. La pésima situación inicial había cambiado. La tranquilidad y el espíritu feliz de las dos ilustraban otra realidad. La vida tenía un sabor más agradable y las asperezas del pasado ya no lastimaban la profundidad de las entrañas. Las fauces del flagelo blanco estaban dormidas o agonizaban. Lo importante es que ambas mujeres supieron que el camino era el correcto, y sobretodo que se podía. El intenso amor de madre y el misterio inexplicable que la guió hacia la escuela, cuando las graves circunstancias exigían otro medio, abrían la cornucopia llena de frutos frescos. En aquel momento, la escuela infló el pecho, aceptó el desafío y construyó el triunfo. La escuela fue encuentro de corazones. La escuela fue contención de almas. La escuela fue rumbo seguro y cambio favorable, para corregir el tortuoso andar de los perdidos sobre la senda pantanosa y resbaladiza de los procesos infelices. Era imposible, pero el primer paso fue logrado. El primero, el más pesado y el más valioso. Lo pensaba en ese patio rectangular y una brisa suave y cálida salpicaba y acariciaba tiernamente mi rostro. Tenía la sensación de la presencia maravillosa de mi espíritu, envuelto en felicidad y en aplausos. Y vino a mi memoria la expresión de un sacerdote salesiano, quien sumamente impresionado por la escuela nocturna, me dijo: “De aquí nacen los milagros cotidianos”.
* * *
Al final, todavía no fue posible saber, por algún misterioso convencimiento o por alguna callada señal, la madre orientó su mirada hacia nuestra escuela. Ciega de razonamientos, se decidió, con inocultable timidez, trasladarse apesadumbrada hacia el “Don Bosco”. Completó los trámites de su hija y, cuando le preguntaron si ella tenía la segunda educación realizada, respondió negativamente. Fue entonces que la persuadieron para que concurriera con su hija. Y así lo hizo, con demasiadas dudas. Pero una madre genuina no se detiene: corre, camina, se arrastra llevada por el religioso y sublime amor a su prole. Y se encomendó a San José de Calasanz, patrono de la escuela media.
El año comenzó cansino como siempre. En silencio y lentamente, madre e hija tomaron asiento juntas. Aunque a nadie sorprendía esta situación, ambas estaban muy asustadas y temerosas. En múltiples casos, madre e hija ocuparon asientos contiguos. Las dos, con prudencia, se fueron adaptando al nuevo ámbito. Fluía el compañerismo y la amabilidad en el aula. Madre e hija comenzaron a liberarse de sus temores y sus abstenciones. Más libres, vivían la escuela con responsable alegría. El aula tiene esa prodigiosa facultad de “escolarizar” a las personas. Dentro del aula, sean profesionales, sean estudiantes adultos, o sean jóvenes o niños, todos sin excepción, “se escolarizan”. Son alumnos y funcionan como tal; cumplen su rol de igual manera. Adhieren al menor esfuerzo, desean que el reloj acelere el tiempo para la pausa o para la finalización. También ocurre en un “master”, en un curso de perfeccionamiento, en uno de postgrado; es propio y común que se repita esta “escolarización”. Pero es justo admitir que ante eximios expositores, la atención y la disposición del alumnado prevalecen densas y vigorosas.
Así pues, los años de diferencias que había entre ambas no se notaba, pasaba lo mismo para las dos mujeres respecto a temores y alegrías. Esto acortaba la distancia de edades. Ambas vivían los calcados problemas, tenían iguales inquietudes e incertidumbres ante las evaluaciones, debían cumplir con las tareas preestablecidas y trabajar con precisión en la toma de apuntes, en la identidad de las ideas principales y en tantas otras tareas prácticas y resolutivas. La escuela las vivificaba, pensé observando las actuaciones de madre e hija, porque no encontraba otra palabra para significar con exactitud lo que les pasaba a las dos. La escuela les daba vida. La escuela fortalecía a quienes estaban decaídos. No conjeturé una teoría sobre la escuela; estaba presenciando una realidad bien concreta que ambas construían noche a noche. No podía negar que esta comunión escolar de madre e hija me hacía feliz. Y a medida que avanzaba el año, las relaciones entre todos se afirmaban, se ajustaban, se fortalecían. El afecto entre ellos, les abrió la puerta de la confidencia y de la ayuda. La madre ya no se sentía sola, su lucha sumaba más compañeros. La batalla tenía otro escenario, más iluminado, más verdadero, más auténtico, más amoroso. El aula amplió su concepto, era el encuentro de personas queridas. Las dos estaban felices en la fotografía de sus rostros; la hija encontraba otra razón para sus movimientos vitales y la madre, llena de jovialidad, vivía rejuvenecida por las operaciones intelectuales que debía cumplir y con optimismo por el remanso de su agitación pasada. Se distraían y aunque muchas noches regresaban cansadas, vivían felices con el trabajo escolar diario. Por supuesto una felicidad mesurada, no altisonante y desbordada, sino controlada y sobria, equilibrada y responsable. Muchas veces el cansancio pesaba sobre los párpados entrecerrados, era entonces que yo debía emplear una estrategia inevitable: desenrollar algunos chistes o cuentos humorísticos. Esto provocaba risas y las risas, tintineantes como llamador chino, despertaban a los soñadores. Luego se esforzaban en mantenerse vivaces para no perder ninguna otra carcajada. Y cuando el peso de las horas caía sobre mí, ellos como fuentes de luz iluminaban la oscura noche del cansancio, de las sórdidas crisis económicas y de los pequeños disgustos generados por los alumnos más desgastados y tristes. Estas alusiones de humor sugerían además la percepción de una visión más optimista de la vida y más deliciosa por la riqueza del aprendizaje y del compañerismo. Claro que no faltaban momentos de amarga desesperanza o de silenciosa tristeza, y de alicaído ánimo. Entonces, comprendía que estaba obligado a levantar los corazones de esas almas tan desamparadas de información, tan marginadas de la globalización, tan indefensas en el mundo del conocimiento. Recurría así a salidas con humor y me devolvían como en un espejo la postal de la alegría o el paisaje jubiloso de sus frescas presencias. Mi experiencia juzgaba necesarios y valiosos estos pasajes de humor, porque descomprimían y la incalculable tensión del trabajo mental diluía y enfriaba sus fuerzas. Mientras tanto, el tiempo corría y el año se iba consumiendo con paso firme.
El bullicio y el agotamiento de todos preanunciaban el cercano final del período lectivo. La madre y la hija, cuyos nombres han sido preservados de propósito, persistían con elevado ánimo. La pésima situación inicial había cambiado. La tranquilidad y el espíritu feliz de las dos ilustraban otra realidad. La vida tenía un sabor más agradable y las asperezas del pasado ya no lastimaban la profundidad de las entrañas. Las fauces del flagelo blanco estaban dormidas o agonizaban. Lo importante es que ambas mujeres supieron que el camino era el correcto, y sobretodo que se podía. El intenso amor de madre y el misterio inexplicable que la guió hacia la escuela, cuando las graves circunstancias exigían otro medio, abrían la cornucopia llena de frutos frescos. En aquel momento, la escuela infló el pecho, aceptó el desafío y construyó el triunfo. La escuela fue encuentro de corazones. La escuela fue contención de almas. La escuela fue rumbo seguro y cambio favorable, para corregir el tortuoso andar de los perdidos sobre la senda pantanosa y resbaladiza de los procesos infelices. Era imposible, pero el primer paso fue logrado. El primero, el más pesado y el más valioso. Lo pensaba en ese patio rectangular y una brisa suave y cálida salpicaba y acariciaba tiernamente mi rostro. Tenía la sensación de la presencia maravillosa de mi espíritu, envuelto en felicidad y en aplausos. Y vino a mi memoria la expresión de un sacerdote salesiano, quien sumamente impresionado por la escuela nocturna, me dijo: “De aquí nacen los milagros cotidianos”.
* * *
martes, 13 de octubre de 2009
Mensaje de las Profesoras de Bibliotecología Claudia y Andrea
Carolina:
Es un conmovedor recuerdo del profesor, tal como lo venimos tratando, de la importancia de sentirse incluído gracias a la educación, y a la dignidad que la misma otorga. Gracias por compartirlo con nosotras.
Cariños.
Andrea y Claudia.
Es un conmovedor recuerdo del profesor, tal como lo venimos tratando, de la importancia de sentirse incluído gracias a la educación, y a la dignidad que la misma otorga. Gracias por compartirlo con nosotras.
Cariños.
Andrea y Claudia.
Martín Tapia Bollé recitó "Poema VI" de Pablo Neruda
Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.
Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.
Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.
La Directora, Susana Marchabalo, recitó "¡Avanti!", de Almafuerte
¡ AVANTI !
Si te postran diez veces te levantas
Otras diez, otras cien, otras quinientas ...
No han de ser tus caídas tan violentas
Ni tampoco, por ley, han de ser tantas.
Con el hambre genial con que las plantas
Asimilan el humus avarientas,
Deglutiendo el rencor de las afrentas
Se formaron los santos y las santas.
Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
Nada más necesita la criatura,
Y en cualquier infeliz se me figura
Que se rompen las garras de la suerte ...
¡Todos los incurables tienen cura
Cinco segundos antes de la muerte!
Si te postran diez veces te levantas
Otras diez, otras cien, otras quinientas ...
No han de ser tus caídas tan violentas
Ni tampoco, por ley, han de ser tantas.
Con el hambre genial con que las plantas
Asimilan el humus avarientas,
Deglutiendo el rencor de las afrentas
Se formaron los santos y las santas.
Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
Nada más necesita la criatura,
Y en cualquier infeliz se me figura
Que se rompen las garras de la suerte ...
¡Todos los incurables tienen cura
Cinco segundos antes de la muerte!
Raúl Fagnani nos leyó el monólogo de Shakespeare
Ser o no ser, esa es la cuestión:si es más noble para el alma soportarlas flechas y pedradas de la áspera Fortunao armarse contra un mar de adversidadesy darles fin en el encuentro. Morir: dormir, nada más. Y si durmiendo terminaran las angustias y los mil ataques naturales herencia de la carne, sería una conclusión seriamente deseable. Morir, dormir: dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el estorbo; pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno ya libres del agobio terrenal, es una consideración que frena el juicio y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién soportaría los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospreciado, la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo, los insultos que sufre la paciencia, pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve, detiene los sentidos y nos hace soportar los males que tenemos antes que huir hacia otros que ignoramos? La conciencia nos vuelve unos cobardes, el color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento, y empresas de gran peso y entidad por tal motivo se desvían de su curso y ya no son acción.
Lectores y lecturas de la Séptima maratón!
a) Oscar Fernández, profesor De Literatura, escribió “Recuerdos de escuela nocturna”, que busca quedar como memoria de esta institución. Martín Sierra, preceptor, compartirá con nosotros el recuerdo 1.
c) Fernando Courdín, alumno de 4°1°, nos leerá “En el cielo los amigos” de Päulo Coelho.
d) Susana Marchabalo, la directora de nuestra institución, ha elegido para leernos “Avanti!” de Almafuerte.
e) Rubén Ventura, preceptor, compartirá con la comunidad un cuento de Menapace, "La misión de las manos".
f) Sergio Laurella, preceptor y docente, nos dramatizará “El aplazado” de Baldomero Fernández Moreno
g) Eduardo Urbisaglia, alumno de 4°1°, nos regalará un relato sobre sus abuelos.
h) Martín Tapia Bollé, alumno de 3°1°, recitará “Poema 6” de Pablo Neruda.
i) Raúl Fagnani, alumno de 2°2°, nos leerá el monólogo de Hamlet de Shakespeare.
j) Carolina, bibliotecaria, recitará “Corazón coraza” de Mario Benedetti.
c) Fernando Courdín, alumno de 4°1°, nos leerá “En el cielo los amigos” de Päulo Coelho.
d) Susana Marchabalo, la directora de nuestra institución, ha elegido para leernos “Avanti!” de Almafuerte.
e) Rubén Ventura, preceptor, compartirá con la comunidad un cuento de Menapace, "La misión de las manos".
f) Sergio Laurella, preceptor y docente, nos dramatizará “El aplazado” de Baldomero Fernández Moreno
g) Eduardo Urbisaglia, alumno de 4°1°, nos regalará un relato sobre sus abuelos.
h) Martín Tapia Bollé, alumno de 3°1°, recitará “Poema 6” de Pablo Neruda.
i) Raúl Fagnani, alumno de 2°2°, nos leerá el monólogo de Hamlet de Shakespeare.
j) Carolina, bibliotecaria, recitará “Corazón coraza” de Mario Benedetti.
Discurso del día de la maratón de lectura
Señorita Directora, Señora Secretaria, queridos profesores y alumnos:
Estamos reunidos para festejar, como anualmente lo hacemos, esta séptima maratón de lectura promovida por la Fundación Leer.
Nos unimos espiritualmente a los millones de personas que, organizadas en diferentes instituciones, han dedicado una jornada para celebrar la lectura y, mediante ella, todo el bagaje cultural que hemos heredado a través de la lengua escrita.
Abordaremos la lectura como:
un quiebre en el lenguaje para provocar placer intelectual;
como una creación de mundos
como un puente para comunicarme con el otro
como una forma de abordar la identidad propia, la de esta comunidad escolar, la de nuestro país y la humana en general
Pero, muy especialmente, y esta es la novedad de la maratón, nos aproximaremos a la lectura como lo haríamos con cualquier otro juego, como niños que juegan a la rayuela.
Enuncia Cortázar:
“La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato.
Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo.
Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el cielo, hasta entrar en el Cielo (Et Tous nous amours, sollozó Emmanuele boca abajo), lo malo es que justamente a esta altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. (...)”
La pregunta fundamental de esta noche es, si como adultos que somos, estamos dispuestos a jugar.
Si la respuesta es afirmativa, entonces, demos comienzo ya a esta maratón de lectura.
Muchas gracias!!!
Estamos reunidos para festejar, como anualmente lo hacemos, esta séptima maratón de lectura promovida por la Fundación Leer.
Nos unimos espiritualmente a los millones de personas que, organizadas en diferentes instituciones, han dedicado una jornada para celebrar la lectura y, mediante ella, todo el bagaje cultural que hemos heredado a través de la lengua escrita.
Abordaremos la lectura como:
un quiebre en el lenguaje para provocar placer intelectual;
como una creación de mundos
como un puente para comunicarme con el otro
como una forma de abordar la identidad propia, la de esta comunidad escolar, la de nuestro país y la humana en general
Pero, muy especialmente, y esta es la novedad de la maratón, nos aproximaremos a la lectura como lo haríamos con cualquier otro juego, como niños que juegan a la rayuela.
Enuncia Cortázar:
“La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato.
Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo.
Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el cielo, hasta entrar en el Cielo (Et Tous nous amours, sollozó Emmanuele boca abajo), lo malo es que justamente a esta altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. (...)”
La pregunta fundamental de esta noche es, si como adultos que somos, estamos dispuestos a jugar.
Si la respuesta es afirmativa, entonces, demos comienzo ya a esta maratón de lectura.
Muchas gracias!!!
"Recuerdo 5", por el Prof. Oscar Fernández
Si hay alguna elemental diferencia entre el hombre y los animales, es sin dudas su riqueza de valores. Acaso, su mayor patrimonio. Además, al ser humano es posible definirlo por los valores que encarna, o no es. Los valores ennoblecen a la raza humana; su ausencia: la denigra, la vacía, la banaliza. Y mi recuerdo viene a propósito de esto.
Aquella brillante noche de Acto Académico de Fin de Año, confieso que vi la luz celestial de un valor. Su presencia deslumbrante, me provocaba ceguera y excitación. Nació en el momento preciso, aunque haya madurado con anterioridad, cuando un alumno me miró fijo y expulsó la frase de supremo fulgor. Sus palabras dejaron una estela humeante en mi alma como una quemadura irremediable.
La frase fue pronunciada por el alumno Bruno Dignatas y, aunque yo siempre sospeché de él, nunca podría haber adelantado semejante revelación. Es que lo recuerdo siendo un joven principiante inexpresivo y casi sin sorpresas. (Siempre hay que agregar un “casi” porque la experiencia nos ha dado ejemplos tan contrarios que hubiésemos preferido comernos las palabras). Silencioso, ensimismado, nunca manifestó claramente sus expectativas respecto de la escuela. De día, trabajaba de empleado en una verdulería de su barrio. En todo momento, me pareció afable y abierto. Con cierta mesura, aplicaba su experiencia en sus relaciones sociales. Era reservado en sus cuestiones personales y austero en sus opiniones generales. Yo tenía la percepción de que alguna idea superior se gestaba en su mente. Pero esto suponía un misterio, una premonición, que el razonamiento no estaba dispuesto a compartir. Su asistencia y aplicación fueron regulares durante sus cuatro años de bachillerato. Había impuesto, a su espíritu, un ansia fuerte de vivir la escuela de la mejor manera posible y lo intentaba con mucha actitud. Aceptaba con alegría cualquier ayuda que requerían de su servicio. Por ejemplo, en los actos, en los encuentros, en las reuniones estudiantiles. En varias oportunidades, fue elegido por sus pares delegado de curso. Lo entusiasmaba protagonizar alguna obra de teatro. No hacía falta llamarlo o persuadirlo, asumía los personajes con intensa dedicación y alegría. Memorizaba los parlamentos con rapidez y se ganaba los aplausos por actuaciones superlativas, brillantes. Nadaba con fervorosa pasión por las aguas de la escuela. Exhibía sensibilidad y una fuerte capacidad de observación. La fuente inagotable era su voluntad. El deleite y la exaltación feliz dominaron su ánimo. Y nunca ahorró esfuerzos, tampoco restringió ayudas. Era generoso y todo lo brindaba con placer. Disfrutaba de ese mundo de ficción y trataba empeñosamente de subyugar al público de tal manera que lograba hacer tomar a la fantasía como realidad. Y no en pocos casos tuvo éxito. Lo sabía y paladeaba el dulce sabor de la victoria, del resbaladizo triunfo. Claro que no alcanzaba la perfección, porque la vanidad, muchas veces, lo acariciaba blandamente. Cuando ocurría esto, intentaba disimular su ganado espacio emocional. Sin embargo, nunca dejó de sentirse coquetamente artista y su mayor creencia era que había nacido para fascinar al gran público, aunque jamás reveló tan exagerado pensamiento. Así, terminaba siendo un suave ensueño producto de lo acontecido en la escuela.
En la clara blanca del día, vivía otra vida muy distante. Era el amable empleado que construía continuamente máscaras de cortesía, de buen estado de ánimo. Notaba que su rusticidad iba desapareciendo. Hasta había inventado una técnica para reír, pero sin hacerlo, para falsificar una risa impostada, de gusto amargo y áspero, porque no estaba condimentada por la legitimidad. Su verdadera hora estaba en la noche, en la escuela. Con eso gozaba enormemente. Pero, después de cuatro años, en aquel Acto Académico rutilante y clamoroso, nos dimos cuenta que detrás de su piel había crecido algo nuevo. Algo que velozmente buscaba avanzar y estallar en miles de estrellitas de colores. Esa noche, caían los cascarones de la hipocresía y de la mentira. Bruno saltó de la oscuridad para alcanzar el brillo de la cima, donde reina el esplendor del sol, de la verdad. Sus palabras… sus palabras… aún hoy me conmueven.
Los aplausos y las risas de los familiares y de los invitados sacudían la sala del teatro. Don Bosco sentiría plena felicidad. La gente se amontonaba en los pasillos, en el hall de entrada, en la parte alta de las plateas. Todo el ámbito era un mar de un cálido celeste, por donde sobrevolábamos en cámara lenta o flotábamos colmados de gozo. El tiempo avanzaba monótono, inexorable. Una tenue música de fondo, de clásicos populares, aumentaba la emoción general y esmaltaban la noche. Bruno ascendió al escenario con nerviosa alegría. Le entregaron el Diploma que acreditaba su bachillerato y también una lujosa medalla como recordativo por lo que había entregado en la escuela, un premio en reconocimiento a su amplia dedicación. Posó para la foto y descendió por la escalera lateral como baja un rey, orgulloso y triunfante. A los primeros compañeros que enfrentó los saludó con la cabeza bien alta, al tiempo que exhalaba un sonsonete de cascabeles en la alegría de su voz. Quizás en este momento y antes de recibirlo recordé aquella misteriosa idea de que algo se gestaba en su mente cuando llegó a clases el primer día. Después esta percepción se había retirado de mi memoria y no había vuelto hasta en este momento, cuando pasaron cuatro años y estaba a punto de dejarnos. Fue entonces que llegó a mí, lo abracé con fuerza desbordante de alegría y de afecto. Lo tomé por ambos hombros y le dije, común y rutinario:
-Bueno, querido Bruno, después de estos cuatro años en la escuela, ¿qué es lo mejor que te llevas?
Percibí que lo penetró como un estiletazo. Las palabras dichas fueron tan simples y diarias que estimé una respuesta rápida e insulsa. Pero estaba muy equivocado, cuando lo escuché fueron estremecedoras, como un asolador huracán, como un fuego esparcido por el viento o como la creciente de un río devastador. Porque me dijo con mucha seguridad y firmeza y con tono de felicidad:
-Profesor, ahora puedo hablar de igual a igual con cualquier profesional.
Estas insospechadas palabras me aturdieron el cerebro; me sacudieron indefenso como una hoja al viento. No entendía ¿Cómo me podía decir eso una persona de casi cuarenta años? ¿Cómo había vivido hasta ese momento si eso expresaba? ¿Cómo fue posible revelar tan secreta falencia, tanta circunstancia abyecta? Los interrogantes zumbaban en mis oídos unos tras otros. Lentamente me fui recomponiendo y extraje mis primeras palabras: “Sobre la tierra, todos los hombres deben tener dignidad, aún siendo pobres y aún siendo analfabetos. Está en el patrimonio de valores de la raza humana”. En seguida, tomé conciencia de que él había crecido vacío de dignidad, aunque tenía la percepción de que existía. Entonces lo vi iluminado. Había nacido de nuevo, a través del descubrimiento de su ser. Pudo haber gritado a los cuatro vientos: “Ahora soy, ahora tengo ser, ahora soy digno de ser porque he obtenido con el bachillerato el valor de la dignidad”. Un valor que construyó en la escuela durante cuatro largos años. Desde el primer día había venido a buscar ese valor que por carecer lo debilitaba, lo hacía sentir incapaz. Sin ese valor, tenía existencia, pero no tenía ser. Desde su ingreso, la expectativa que lo dominaba era llegar a lograr la dignidad y la obtuvo en el plazo de cuatro años, cuando culminaron sus estudios. Quedé sumamente impresionado. La escuela me argumentaba, con sus vastas posibilidades, la infinita grandeza de sus aulas. Me retiré aún sorprendido de la fiesta. A la salida el aire fresco calmaba mi emoción, miré por último el edificio de la escuela e imaginé que era una maternidad de la vida y nacían hombres.
* * *
Aquella brillante noche de Acto Académico de Fin de Año, confieso que vi la luz celestial de un valor. Su presencia deslumbrante, me provocaba ceguera y excitación. Nació en el momento preciso, aunque haya madurado con anterioridad, cuando un alumno me miró fijo y expulsó la frase de supremo fulgor. Sus palabras dejaron una estela humeante en mi alma como una quemadura irremediable.
La frase fue pronunciada por el alumno Bruno Dignatas y, aunque yo siempre sospeché de él, nunca podría haber adelantado semejante revelación. Es que lo recuerdo siendo un joven principiante inexpresivo y casi sin sorpresas. (Siempre hay que agregar un “casi” porque la experiencia nos ha dado ejemplos tan contrarios que hubiésemos preferido comernos las palabras). Silencioso, ensimismado, nunca manifestó claramente sus expectativas respecto de la escuela. De día, trabajaba de empleado en una verdulería de su barrio. En todo momento, me pareció afable y abierto. Con cierta mesura, aplicaba su experiencia en sus relaciones sociales. Era reservado en sus cuestiones personales y austero en sus opiniones generales. Yo tenía la percepción de que alguna idea superior se gestaba en su mente. Pero esto suponía un misterio, una premonición, que el razonamiento no estaba dispuesto a compartir. Su asistencia y aplicación fueron regulares durante sus cuatro años de bachillerato. Había impuesto, a su espíritu, un ansia fuerte de vivir la escuela de la mejor manera posible y lo intentaba con mucha actitud. Aceptaba con alegría cualquier ayuda que requerían de su servicio. Por ejemplo, en los actos, en los encuentros, en las reuniones estudiantiles. En varias oportunidades, fue elegido por sus pares delegado de curso. Lo entusiasmaba protagonizar alguna obra de teatro. No hacía falta llamarlo o persuadirlo, asumía los personajes con intensa dedicación y alegría. Memorizaba los parlamentos con rapidez y se ganaba los aplausos por actuaciones superlativas, brillantes. Nadaba con fervorosa pasión por las aguas de la escuela. Exhibía sensibilidad y una fuerte capacidad de observación. La fuente inagotable era su voluntad. El deleite y la exaltación feliz dominaron su ánimo. Y nunca ahorró esfuerzos, tampoco restringió ayudas. Era generoso y todo lo brindaba con placer. Disfrutaba de ese mundo de ficción y trataba empeñosamente de subyugar al público de tal manera que lograba hacer tomar a la fantasía como realidad. Y no en pocos casos tuvo éxito. Lo sabía y paladeaba el dulce sabor de la victoria, del resbaladizo triunfo. Claro que no alcanzaba la perfección, porque la vanidad, muchas veces, lo acariciaba blandamente. Cuando ocurría esto, intentaba disimular su ganado espacio emocional. Sin embargo, nunca dejó de sentirse coquetamente artista y su mayor creencia era que había nacido para fascinar al gran público, aunque jamás reveló tan exagerado pensamiento. Así, terminaba siendo un suave ensueño producto de lo acontecido en la escuela.
En la clara blanca del día, vivía otra vida muy distante. Era el amable empleado que construía continuamente máscaras de cortesía, de buen estado de ánimo. Notaba que su rusticidad iba desapareciendo. Hasta había inventado una técnica para reír, pero sin hacerlo, para falsificar una risa impostada, de gusto amargo y áspero, porque no estaba condimentada por la legitimidad. Su verdadera hora estaba en la noche, en la escuela. Con eso gozaba enormemente. Pero, después de cuatro años, en aquel Acto Académico rutilante y clamoroso, nos dimos cuenta que detrás de su piel había crecido algo nuevo. Algo que velozmente buscaba avanzar y estallar en miles de estrellitas de colores. Esa noche, caían los cascarones de la hipocresía y de la mentira. Bruno saltó de la oscuridad para alcanzar el brillo de la cima, donde reina el esplendor del sol, de la verdad. Sus palabras… sus palabras… aún hoy me conmueven.
Los aplausos y las risas de los familiares y de los invitados sacudían la sala del teatro. Don Bosco sentiría plena felicidad. La gente se amontonaba en los pasillos, en el hall de entrada, en la parte alta de las plateas. Todo el ámbito era un mar de un cálido celeste, por donde sobrevolábamos en cámara lenta o flotábamos colmados de gozo. El tiempo avanzaba monótono, inexorable. Una tenue música de fondo, de clásicos populares, aumentaba la emoción general y esmaltaban la noche. Bruno ascendió al escenario con nerviosa alegría. Le entregaron el Diploma que acreditaba su bachillerato y también una lujosa medalla como recordativo por lo que había entregado en la escuela, un premio en reconocimiento a su amplia dedicación. Posó para la foto y descendió por la escalera lateral como baja un rey, orgulloso y triunfante. A los primeros compañeros que enfrentó los saludó con la cabeza bien alta, al tiempo que exhalaba un sonsonete de cascabeles en la alegría de su voz. Quizás en este momento y antes de recibirlo recordé aquella misteriosa idea de que algo se gestaba en su mente cuando llegó a clases el primer día. Después esta percepción se había retirado de mi memoria y no había vuelto hasta en este momento, cuando pasaron cuatro años y estaba a punto de dejarnos. Fue entonces que llegó a mí, lo abracé con fuerza desbordante de alegría y de afecto. Lo tomé por ambos hombros y le dije, común y rutinario:
-Bueno, querido Bruno, después de estos cuatro años en la escuela, ¿qué es lo mejor que te llevas?
Percibí que lo penetró como un estiletazo. Las palabras dichas fueron tan simples y diarias que estimé una respuesta rápida e insulsa. Pero estaba muy equivocado, cuando lo escuché fueron estremecedoras, como un asolador huracán, como un fuego esparcido por el viento o como la creciente de un río devastador. Porque me dijo con mucha seguridad y firmeza y con tono de felicidad:
-Profesor, ahora puedo hablar de igual a igual con cualquier profesional.
Estas insospechadas palabras me aturdieron el cerebro; me sacudieron indefenso como una hoja al viento. No entendía ¿Cómo me podía decir eso una persona de casi cuarenta años? ¿Cómo había vivido hasta ese momento si eso expresaba? ¿Cómo fue posible revelar tan secreta falencia, tanta circunstancia abyecta? Los interrogantes zumbaban en mis oídos unos tras otros. Lentamente me fui recomponiendo y extraje mis primeras palabras: “Sobre la tierra, todos los hombres deben tener dignidad, aún siendo pobres y aún siendo analfabetos. Está en el patrimonio de valores de la raza humana”. En seguida, tomé conciencia de que él había crecido vacío de dignidad, aunque tenía la percepción de que existía. Entonces lo vi iluminado. Había nacido de nuevo, a través del descubrimiento de su ser. Pudo haber gritado a los cuatro vientos: “Ahora soy, ahora tengo ser, ahora soy digno de ser porque he obtenido con el bachillerato el valor de la dignidad”. Un valor que construyó en la escuela durante cuatro largos años. Desde el primer día había venido a buscar ese valor que por carecer lo debilitaba, lo hacía sentir incapaz. Sin ese valor, tenía existencia, pero no tenía ser. Desde su ingreso, la expectativa que lo dominaba era llegar a lograr la dignidad y la obtuvo en el plazo de cuatro años, cuando culminaron sus estudios. Quedé sumamente impresionado. La escuela me argumentaba, con sus vastas posibilidades, la infinita grandeza de sus aulas. Me retiré aún sorprendido de la fiesta. A la salida el aire fresco calmaba mi emoción, miré por último el edificio de la escuela e imaginé que era una maternidad de la vida y nacían hombres.
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viernes, 9 de octubre de 2009
jueves, 8 de octubre de 2009
Mensaje de nuestra Prof. de Contabilidad, "Gogó"
Queridos compañeros CARO y OSCAR los felicito por el trabajo hermoso que han realizado sobre la escuela cuando abrí la compu el domingo y lo ví me emocionó mucho,ver las fotos, leer lo de Oscar que siempre utiliza las frases exactas les juro que me encantó.
FELICITACIONES
GOGO
Te agradezco muchísimo querida amiga! Me llegó el comentario por Mirta que te había gustado mucho el blog y los textos hechos con tanto amor por Oscar. Sos una persona que ha hecho mucho por esta institución y por ello reconocés cuán importante es conservar una memoria de lo que hace a la identidad de nuestro amado colegio nocturno.
Aprovecho la ocasión para decirte que cualquier comentario que quieras hacer lo remitas a mi correo: carolinacaty@hotmail.com, así lo posteamos y pueden leerlo todos.
Se te extraña mucho! Ponete bien pronto que sos una gran persona. Besos
Carolina
FELICITACIONES
GOGO
Te agradezco muchísimo querida amiga! Me llegó el comentario por Mirta que te había gustado mucho el blog y los textos hechos con tanto amor por Oscar. Sos una persona que ha hecho mucho por esta institución y por ello reconocés cuán importante es conservar una memoria de lo que hace a la identidad de nuestro amado colegio nocturno.
Aprovecho la ocasión para decirte que cualquier comentario que quieras hacer lo remitas a mi correo: carolinacaty@hotmail.com, así lo posteamos y pueden leerlo todos.
Se te extraña mucho! Ponete bien pronto que sos una gran persona. Besos
Carolina
Esperando la Maratón de Lectura!!!
Mañana festejaremos nuestra séptima Maratón de Lectura, promovida por la Fundación Leer.
Alrededor de 15 personas, entre los que se cuentan docentes, preceptores, directivos y alumnos van a compartir con la comunidad lecturas breves y movilizantes, que nos hagan sentir más unidos aún.
Próximamente comunicaremos el discurso, el listado de lectores y lecturas y trascribiremos algunos de los textos con el fin de que todos puedan disfrutarlos.
"Recuerdo 2", por el Prof. Oscar Fernández
Insistí con otros alumnos para conocer la motivación que los empujó a volver a la escuela. Y cuando pedí si alguno estaba dispuesto a contestar la misma pregunta sobre por qué han venido a la escuela nocturna, un alumno que parecía decidido y pujante, dejó oír su motivo:
-Sabe por qué yo vine, profesor… porque ayer me levanté temprano como todos los días para leer los clasificados del diario. En realidad, es el clasificado que ofertan trabajos de todo tipo. Dada mi situación… tengo 22 años y todavía no consigo trabajo. Leí que en la estación de servicio de combustibles, aquí cerca, calle diagonal 73 esquina 9, necesitaban un operario para despachar nafta. Me puse muy contento y esta mañana, a las 6 horas, ya estaba allí. Bueno, la alegría me duró poco. Me encontré con 20 personas más que estaban desde las 3 horas de la madrugada. Después de esperar hasta que viniera el encargado quien lo hizo a las 9, la fila tenía como 50 personas. El hombre encargado era corpulento o me parecía a mí. Tenía un rostro serio y rígido, parecía que no había sonreído nunca, ni aún de niño. Los movimientos de su cara eran muecas, no expresaba ningún sentimiento, parecía de mármol. Yo estaba un poco nervioso dada la cantidad de personas en busca de un solo trabajo. Me temblaban las manos y no eran de frío. Tampoco de hambre porque había tomado unos mates. De pronto, con voz arrogante y militarizada nos pidió atención y con feroces palabras, parecía que ladraba, nos vociferó que él no tenía ningún parámetro para elegir a uno y como eran tantos dijo que lo primero que encuentra para eliminar a algunos es saber si tenían el bachillerato realizado. En consecuencia manifestó: “quien no tenga el secundario terminado que se vaya porque esos no participarán de la elección”. No sabe profesor la bronca que se apoderó de mí. Pensé que para despachar nafta no era necesario ser bachiller, yo con mi escuela primaria creo que estaba en condiciones y que era suficiente. Pero el energúmeno nos dijo eso y sentí un vacío dentro de mí, una impotencia, una desesperación que me consumía. Por eso, profesor, por eso estoy hoy aquí, para poder encontrar trabajo… para poder sobrevivir.
Sus ojos vidriosos denunciaban algunas lágrimas. Una tenue congoja invadía el aula. Todos con resignación bajaron sus ojos como gesto solidario por la pena vivida de ese compañero. Pasé la mano suavemente por el Libro de Temas, hundí la mirada en una de sus hojas e intenté levantar los ánimos. Hurgué en búsqueda de algún chiste rápido que no vino y, por suerte, me sorprendió el timbre que anunciaba el primer recreo. Cuando salí lentamente del aula, reflexioné unos instantes sobre el tema. El joven había encontrado, por su situación, otra veta luminosa que acrecentaba el concepto de educación. La escuela bienhechora como medio de sobrevivir, de ayuda vital. La escuela, inmaculada y gloriosa, era la imagen del dedo de Dios que da vida en su contacto con la mano del hombre como en “La creación” de Miguel Ángel.
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-Sabe por qué yo vine, profesor… porque ayer me levanté temprano como todos los días para leer los clasificados del diario. En realidad, es el clasificado que ofertan trabajos de todo tipo. Dada mi situación… tengo 22 años y todavía no consigo trabajo. Leí que en la estación de servicio de combustibles, aquí cerca, calle diagonal 73 esquina 9, necesitaban un operario para despachar nafta. Me puse muy contento y esta mañana, a las 6 horas, ya estaba allí. Bueno, la alegría me duró poco. Me encontré con 20 personas más que estaban desde las 3 horas de la madrugada. Después de esperar hasta que viniera el encargado quien lo hizo a las 9, la fila tenía como 50 personas. El hombre encargado era corpulento o me parecía a mí. Tenía un rostro serio y rígido, parecía que no había sonreído nunca, ni aún de niño. Los movimientos de su cara eran muecas, no expresaba ningún sentimiento, parecía de mármol. Yo estaba un poco nervioso dada la cantidad de personas en busca de un solo trabajo. Me temblaban las manos y no eran de frío. Tampoco de hambre porque había tomado unos mates. De pronto, con voz arrogante y militarizada nos pidió atención y con feroces palabras, parecía que ladraba, nos vociferó que él no tenía ningún parámetro para elegir a uno y como eran tantos dijo que lo primero que encuentra para eliminar a algunos es saber si tenían el bachillerato realizado. En consecuencia manifestó: “quien no tenga el secundario terminado que se vaya porque esos no participarán de la elección”. No sabe profesor la bronca que se apoderó de mí. Pensé que para despachar nafta no era necesario ser bachiller, yo con mi escuela primaria creo que estaba en condiciones y que era suficiente. Pero el energúmeno nos dijo eso y sentí un vacío dentro de mí, una impotencia, una desesperación que me consumía. Por eso, profesor, por eso estoy hoy aquí, para poder encontrar trabajo… para poder sobrevivir.
Sus ojos vidriosos denunciaban algunas lágrimas. Una tenue congoja invadía el aula. Todos con resignación bajaron sus ojos como gesto solidario por la pena vivida de ese compañero. Pasé la mano suavemente por el Libro de Temas, hundí la mirada en una de sus hojas e intenté levantar los ánimos. Hurgué en búsqueda de algún chiste rápido que no vino y, por suerte, me sorprendió el timbre que anunciaba el primer recreo. Cuando salí lentamente del aula, reflexioné unos instantes sobre el tema. El joven había encontrado, por su situación, otra veta luminosa que acrecentaba el concepto de educación. La escuela bienhechora como medio de sobrevivir, de ayuda vital. La escuela, inmaculada y gloriosa, era la imagen del dedo de Dios que da vida en su contacto con la mano del hombre como en “La creación” de Miguel Ángel.
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" Recuerdo 1 bis", por el Prof. Oscar Fernández
El docente se presenta con tono humilde y agradece y estimula la presencia de sus alumnos. No sólo por ellos mismos que han decidido retomar sus estudios, sino en nombre de todos los habitantes de la Nación, porque siendo ellos mejores, mejoran a su ciudad, a su barrio, a sus compañeros de trabajo, a sus familias. Por tanto, mejoran a su país. Por el proceso que van a vivir, la felicidad cobra mayor peso, se hace más transparente, más valorada, se gusta con mayor profundidad, se saborea con un paladar más especial, tiene otra fragancia. Y las tristezas pierden el dolor continuado y permanente, para ceder ante la reflexión y el optimismo, para rápidamente buscar una recuperación que está en la próxima vez. La convivencia adentro y afuera se pule y se hace más sedosa, más estable, más tolerante. La vida misma cobra una mayor dimensión humana.
En aquella incipiente noche, la primera interrogación que produje cayó inesperada sobre una joven de 30 a 35 años, callada y tímida que escuchaba atentamente. La pregunta fue breve, pero rotunda:
-¿Y usted por qué quiere ser bachiller?
La respuesta demoró un poco pero lenta y tímidamente fue saliendo. La alumna hizo una larga introducción:
-Profesor -dijo- yo estoy casada con un médico y hace un tiempo que me estoy dando cuenta que mi marido, que me quiere, noto que no me lleva como antes a los Congresos científicos, tampoco ahora salimos a las reuniones o a cenar con la familia de otros médicos. Y muchas veces sale solo. Pero no es que no me lleva porque me ha dejado de querer o porque le da vergüenza por mí que no tengo estudio. ¡No! Todo lo contrario, él me quiere. Lo hace para cuidarme, porque no le gustaría que se burlen de mí, por si me preguntan algo que no sé o si cuando hablo puedo provocar algunas sonrisas por mi ignorancia. No, él lo hace para defenderme, para que yo no pase algún mal momento. Lo hace por eso.
Yo esperé unos instantes. En el aula se podía respirar el silencio, denso y duro. Antes que se prolongase más, interrumpí y un tanto asombrado y atónito, le pregunté:
-¿Entonces, dime por qué quieres ser bachiller?
Esta pregunta eximía de toda incomodidad y daba pie para una contestación al menos simple. La alumna respiró rápida y ansiosamente y exclamó con fuerza:
-Yo vine para que me enseñen a hablar y a conocer todos los temas. Una razón que yo ni preví ni pude adivinar, porque no presentaba un motivo concreto y utilitario, por ejemplo: para continuar en la facultad, para lograr un empleo, para obtener un beneficio en el sueldo. Nada de eso, pero descubría una vena más importante, porque con la educación intentaba defender el amor, disminuir sus falencias. Y pensó que la escuela era el auxilio necesario. Creyó en la escuela como cultivadora del lenguaje y como fuente del conocimiento universal de temas.
En aquella incipiente noche, la primera interrogación que produje cayó inesperada sobre una joven de 30 a 35 años, callada y tímida que escuchaba atentamente. La pregunta fue breve, pero rotunda:
-¿Y usted por qué quiere ser bachiller?
La respuesta demoró un poco pero lenta y tímidamente fue saliendo. La alumna hizo una larga introducción:
-Profesor -dijo- yo estoy casada con un médico y hace un tiempo que me estoy dando cuenta que mi marido, que me quiere, noto que no me lleva como antes a los Congresos científicos, tampoco ahora salimos a las reuniones o a cenar con la familia de otros médicos. Y muchas veces sale solo. Pero no es que no me lleva porque me ha dejado de querer o porque le da vergüenza por mí que no tengo estudio. ¡No! Todo lo contrario, él me quiere. Lo hace para cuidarme, porque no le gustaría que se burlen de mí, por si me preguntan algo que no sé o si cuando hablo puedo provocar algunas sonrisas por mi ignorancia. No, él lo hace para defenderme, para que yo no pase algún mal momento. Lo hace por eso.
Yo esperé unos instantes. En el aula se podía respirar el silencio, denso y duro. Antes que se prolongase más, interrumpí y un tanto asombrado y atónito, le pregunté:
-¿Entonces, dime por qué quieres ser bachiller?
Esta pregunta eximía de toda incomodidad y daba pie para una contestación al menos simple. La alumna respiró rápida y ansiosamente y exclamó con fuerza:
-Yo vine para que me enseñen a hablar y a conocer todos los temas. Una razón que yo ni preví ni pude adivinar, porque no presentaba un motivo concreto y utilitario, por ejemplo: para continuar en la facultad, para lograr un empleo, para obtener un beneficio en el sueldo. Nada de eso, pero descubría una vena más importante, porque con la educación intentaba defender el amor, disminuir sus falencias. Y pensó que la escuela era el auxilio necesario. Creyó en la escuela como cultivadora del lenguaje y como fuente del conocimiento universal de temas.
viernes, 2 de octubre de 2009
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