Zoología fantástica
Cansado de la interminable repetición producto de la rutina, decidió cambiar el rumbo de su típico paseo dominical. La soledad le propinó el placer de no tener que avisarle nada a nadie, y así pudo aventurarse por calles que no figuraban en el circuito comercial.
Poco dotadas de luz, no así de mugre, contenían otro tipo de belleza, el de no querer venderse, el de ser tal cual como eran, como nacieron. Así, caminó por esas callecitas, esquivando ciertas inmundicias que, por el carácter de inusuales en su vida común, no dejó de observar con grandeza.
Contento de haberse involucrado en este episodio, dando saltitos y largando risas por doquier (total nadie se encontraba en esas calles para juzgarlo) se topó con algo que, no borró por completo su felicidad, pero si la cubrió con incertidumbre, de modo que no asomaba a la luz. Se trataba de un local. En la puerta, un cartel decía: "Zoología fantástica". Se acercó de a poco, sin dar lugar a nuevos esquivos por no sacar la vista de su hermosa vitrina. Animales de los más exóticos reinaban esa pantalla. Perros con dos colas, gatos con el cuello largo como una jirafa, gallinas que ponían huevos de oro, y loros que hablaban latín.
La puerta del local estaba entreabierta, y el cartelito colgado decía ABIERTO, SIEMPRE ABIERTO. Más allá de la intimidación, con su mano derecha empujó con paciencia aquel umbral, y luego de asomar la cabeza, metió su cuerpo entero. Adentro, los animales dominaban. El local era enorme, gigantesco, era una selva. El elefante con jorobas paseaba sin que nada lo estorbara. Ni hablar de los monos con patas de araña, siempre tenían un árbol a su disposición. En el local nada tenía precio, como así nada tenía denominación, y no había quien atendiera.
Se internó un poco más en aquel lugar. Recorrió sus dimensiones. Se sentía familiar allí dentro. Ningún animal lo molestaba como tampoco él molestaba a nadie, salvo por inquietantes y perturbantes miradas producto del desconocimiento.
De pronto, una puerta corrediza se abrió delante de él. Sorprendido, miró para atrás y se dio cuenta de que la puerta por la que había entrado ya no existía. Cuando volvió hacia su frente, un señor lo señalaba, y en un idioma muy parecido al suyo, le oyó decir:
— Quiero a ese. Al mono que habla.
Lo pagaron entre veinte y treinta pesos.
Cansado de la interminable repetición producto de la rutina, decidió cambiar el rumbo de su típico paseo dominical. La soledad le propinó el placer de no tener que avisarle nada a nadie, y así pudo aventurarse por calles que no figuraban en el circuito comercial.
Poco dotadas de luz, no así de mugre, contenían otro tipo de belleza, el de no querer venderse, el de ser tal cual como eran, como nacieron. Así, caminó por esas callecitas, esquivando ciertas inmundicias que, por el carácter de inusuales en su vida común, no dejó de observar con grandeza.
Contento de haberse involucrado en este episodio, dando saltitos y largando risas por doquier (total nadie se encontraba en esas calles para juzgarlo) se topó con algo que, no borró por completo su felicidad, pero si la cubrió con incertidumbre, de modo que no asomaba a la luz. Se trataba de un local. En la puerta, un cartel decía: "Zoología fantástica". Se acercó de a poco, sin dar lugar a nuevos esquivos por no sacar la vista de su hermosa vitrina. Animales de los más exóticos reinaban esa pantalla. Perros con dos colas, gatos con el cuello largo como una jirafa, gallinas que ponían huevos de oro, y loros que hablaban latín.
La puerta del local estaba entreabierta, y el cartelito colgado decía ABIERTO, SIEMPRE ABIERTO. Más allá de la intimidación, con su mano derecha empujó con paciencia aquel umbral, y luego de asomar la cabeza, metió su cuerpo entero. Adentro, los animales dominaban. El local era enorme, gigantesco, era una selva. El elefante con jorobas paseaba sin que nada lo estorbara. Ni hablar de los monos con patas de araña, siempre tenían un árbol a su disposición. En el local nada tenía precio, como así nada tenía denominación, y no había quien atendiera.
Se internó un poco más en aquel lugar. Recorrió sus dimensiones. Se sentía familiar allí dentro. Ningún animal lo molestaba como tampoco él molestaba a nadie, salvo por inquietantes y perturbantes miradas producto del desconocimiento.
De pronto, una puerta corrediza se abrió delante de él. Sorprendido, miró para atrás y se dio cuenta de que la puerta por la que había entrado ya no existía. Cuando volvió hacia su frente, un señor lo señalaba, y en un idioma muy parecido al suyo, le oyó decir:
— Quiero a ese. Al mono que habla.
Lo pagaron entre veinte y treinta pesos.
Autor: Ignacio Javier Olguin
No hay comentarios:
Publicar un comentario