sábado, 27 de septiembre de 2008

El viernes 3 es la maratón!!!


En la Biblioteca continuamos seleccionando lecturas y practicando para compartirlas en la comunidad. ¡Están todos invitados!

Fiesta en la casa de Sergio!!!


Hoy nos reunimos todos en la casa de Sergio, un Preceptor de la escuela para festejar su cumpleaños número 28, que fue el martes 23.

¡Feliz cumple, Sergio! ¡Que se te cumplan todos tus deseos!


Gracias por tu buena onda y alegría

viernes, 26 de septiembre de 2008

Perlita recomendada por Oscar Fernández, el "Profe" de Lengua


PROFECÍA

Me lo contaron ayer las lenguas de doble filo,que te casaste hace un més
y me quedé tan tranquilo...
Otro cualquiera en mi caso,se hubiera echao a llorá,
yo, cruzándome de brazos dije que me daba igual.
Nada de pegarme un tiro ni enredarme en maldiciones
ni apedrear con suspiros los vidrios de tus balcones.
¿Que te has casao? -¡Buena suerte!
Vive cien años contenta y a la hora de la muerte,
Dios no te lo tenga en cuenta.
Que si al pie de los altares mi nombre se te borró,
por la gloria de mi mare que no te guardo rencor.
Porque sin sé tu marío,ni tu novio, ni tu amante,
yo fui quien más te ha querío,con eso tengo bastante.
Y haciendo un poco de historia,nos volveremos atrás,
para recordar la gloria de mis días de chaval.
-¿Qué tiene el niño, Malena?Anda como trastornao,
le encuentro cara de pena y el colorcillo quebrao.
Y ya no juega a la tropa, ni tira piedras al río,
ni se destroza la ropa subiéndose a coger níos.
¿No te parece a ti extraño?
No es una cosa muy rara que un chaval de doce años
lleve tan triste la cara?...
Mira que soy perro viejo y estás demasiao tranquila:
¿Quieres que te dé un consejo? Vigila, mujer, ¡vigila!
(Y fueron dos centinelas los ojitos de mi mare):
-Cuando sale de la escuela se va pa los Olivares.
-Y ¿qué es lo que busca allí?
-Una niña. Tendrá el mismo tiempo que él.
José Miguel, no le riñas, que está empezando a querer.
Mi pare encendió un pitillo, se enteró bien de tu nombre,
y te compró unos zarcillos y a mí un pantalón de hombre.
Yo no te dije ¡te adoro! pero amarré en tu balcón
mi lazo de seda y oro de primera comunión.
Y tú, fina y orgullosa, me ofreciste en recompensados
cintas color de rosa que engalanaban tus trenzas.
-Voy a misa con mis primos.
-Bueno, te veré en la Ermita.
Y qué serios nos pusimos al darte el agua bendita.
Mas luego en el campanario,cuando rompimos a hablar:
-Dice mi tiíta Rosario que la cigüeña es sagrá,y el colorín,
y la fuente,y las flores, y el rocío,y el romero de los montes
y el bronce de esta campana y aquel torito valiente que está bebiendo en el río,
y aquella cinta lejana que la llaman horizonte.
¡Todo es sagrao: cielo y tierra,porque too lo hizo Dios.
¿Qué te gusta más? ¡Tu pelo!¡Qué bonito le salió!
-Pues, ¿y tu boca, y tus brazos,y tus manos redonditas,
y tus pies fingiendo el paso de las palomas zuritas?
Con la pureza de un copo de nieve te comparé;
te revestí de piropos de la cabeza a los pies.
A la vuelta te hice un ramo de pitiminí precioso.
Y luego nos retratamos en el agüita del pozo.
Y hablando de estas pamplinas que se inventan las criaturas,
llegamos hasta la esquina cogidos por la cintura.
Yo te pregunté: -¿En qué piensas?
Tú dijiste: -En darte un beso.
Y yo sentí una vergüenza que me caló hasta los huesos.
De noche, muertos de luna,nos vimos por la ventana.
-¡Chis!... Mi hermanito está en la cuna,le estoy cantando la nana.
"Quítate de la esquina,chiquillo loco,que mi mare no quiere ni yo tampoco."
Y mientras que tú cantabas yo, inocente me pensé
que nos casaba la luna como a marío y mujer.
¡Pamplinas! Figuraciones que se inventan los chavales,
después la vía se impone:tanto tienes, -tanto vales.
Por eso, yo al enterarme que llevas un mes casá,
no dije que iba a matarme,sino que me daba igual.
Mas como es rico tu dueño,te vendo esta profecía:
Tú, cada noche, entre sueños soñarás que me querías,
y recordarás la tarde que mi boca te besó.
Y te llamarás ¡Cobarde!como te lo llamo yo,
y verás, sueña que sueña,que me morí siendo chico.
Y se llevó la cigüeña mi corazón en su pico.
Pensarás: no es cierto nada.Yo sé que lo estoy soñando.
Pero allá en la madrugada te despertarás llorando,
por el que no es tu marío,ni tu novio, ni tu amante,
sino el que más te ha querío:con eso tengo bastante.
Por lo demás, tó se orvía.Verás cómo Dios te envía
un hijo como una estrella.Avísame de seguida,
me servirá de alegría cantarle la nana aquella:
"Quítate de la esquina,chiquillo loco,que mi mare no quiere
ni yo tampoco."Pensarás: No es cierto nada.
Yo sé que lo estoy soñando".Pero allá en la madrugada
te despertarás llorando por el que no es tu marío ni tu novio, ni tu amante,
sino el que más te ha querío:con eso tengo bastante.
Rafael de León

Perlita recomendada por Martín, un Preceptor de la escuela




"CELEBRACIÓN DE LA VOZ HUMANA/ 2"

Tenían las manos atadas, o esposadas, y sin embargo los dedos danzaban, volaban, dibujaban palabras.
Los presos estaban encapuchados; pero inclinándose alcanzaban a ver algo, alguito, por abajo. Aunque hablar estaba prohibido, ellos conversaban con las manos. Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que en prisión aprendió sin profesor:-Algunos teníamos mala letra- me dijo-. Otros eran unos artistas de la caligrafía.
La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie: en cárceles y cuarteles, y en todo el país, la comunicación era delito. Algunos presos pasaron más de diez años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores.
Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a través de la pared. Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores; discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuesta.
Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.
Eduardo Galeano

lunes, 22 de septiembre de 2008

¡Feliz Primavera para todos!


Póster de la Sexta Maratón Nacional de Lectura


Perlita recomedada por Yésica Fernández, alumna de tercero




El Corazón Delator(The Tell-Tale Heart)


¡Es verdad! Soy muy nervioso, horrorosamente nervioso, siempre lo fui, pero, ¿por qué pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni embotarlos. Tenía el oído muy fino; ninguno le igualaba; he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención! Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo referiros toda la historia.
Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas; y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que me molestaba.
¡He aquí el quid! Me creéis loco; pero advertid que los locos no razonan. ¡Su hubiérais visto con qué buen juicio procedí, con qué tacto y previsión y con qué disimulo puse manos a la obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato.
Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puerta y la abría; pero ¡qué suavemente! Y cuando quedaba bastante espacio para pasar la cabeza, introducía una linterna sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh!, os hubiérais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza, muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah! Un loco no habría sido tan prudente. Y cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación, levantaba la linterna con sumo cuidado, ¡oh, con qué cuidado, con qué cuidado!, porque la charnela rechinaba. No la abría más de lo suficiente para que un imperceptible rayo de luz iluminase el ojo de buitre. Hice esto durante siete largas noches, hasta las doce; pero siempre encontré el ojo cerrado y, por consiguiente, me fue imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su maldito ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto y le hablaba con la mayor serenidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debería ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.
Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la aguja de un reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.
¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos! Esta idea me hizo reír; y tal vez el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada de eso; su habitación estaba negra como un pez, tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre había cerrado herméticamente los postigos por temor a los ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.
Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba y el viejo se incorporó en su lecho exclamando:
—¿Quién anda ahí?
Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y en todo este tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.
Pero he aquí que de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del fondo de un alma poseída por el espanto.
Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa entreabriese mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el primer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron, y sin duda quiso persuadirse que no había causa para ello; mas no pudo conseguirlo. Sin duda pensó: «Eso no será más que el viento de la chimenea, o de un ratón que corre, o algún grillo que canta». El hombre se esforzó para confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; «era inútil» porque la Muerte, que se acercaba, había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y la influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque no distinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en el cuarto.
Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echarse de nuevo, resolví entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la abrí tan cautelosamente, que más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de araña, saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.
Estaba abierto, muy abierto, y no me enfurecí apenas le miré; le vi con la mayor claridad, todo entero, con su color azul opaco, y cubierto con una especie de velo hediondo que heló mi sangre hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que veía de la cara o de la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por instinto, hacia el maldito ojo.
¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? En aquel momento, un ruido sordo, ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj envuelto en algodón, hirió mis oídos; «aquel rumor», lo reconocí al punto, era el latido del corazón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble del tambor sobreexcita el valor del soldado.
Pero me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas, y esforzándome en iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más precipitadamente y con más ruido.
El terror del anciano «debía» ser indecible, pues aquel latido se producía con redoblada fuerza cada minuto. ¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy en efecto. En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.
Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo; pero el latido subía de punto a cada instante; hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobrecogió una nueva angustia: ¡Algún vecino podría oír el rumor! Había llegado la última hora del viejo: profiriendo un alarido, abrí bruscamente la linterna y me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó escapar un grito: sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pared.
Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto, levanté las ropas y examiné el cadáver: estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón, y la tuve aplicada algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de existir, y su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.
Si persitís en tomarme por loco, esa creencia se desvanecerá cuando os diga qué precauciones adopté para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y comencé a trabajar activamente, aunque en silencio: corté la cabeza, después los brazos y por último las piernas.
En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos, y volví a colocar las tablas con tanta habilidad y destreza que ningún ojo humano, ni aún el «suyo», hubiera podido descubrir nada de particular. No era necesario lavar mancha alguna, gracias a la prudencia con que procedía. Un barreno la había absorbido toda. ¡Ja, ja!
Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a medianoche. Cuando el reloj señaló la hora, llamaron a la puerta de calle, y yo bajé con la mayor calma para abrir, pues, ¿qué podía temer «ya»? Tres hombres entraron, anunciándose cortésmente como oficiales de policía; un vecino había escuchado un grito durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las oficinas de la policía, y los señores oficiales se presentaban para reconocer el local.
Yo sonreí, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que era yo quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y conduje a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente. Al fin entré en «su» habitación y mostré sus tesoros, completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo, con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mis modales —yo estaba muy tranquilo—, se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo sentí que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me parecía que mis oídos zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; me puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.
Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era «un rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón». Respiré fatigosamente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.
Me levanté y comencé a discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente; mas el ruido crecía. ¿Por qué «no querían» irse aquellos hombres? Aparentando que me exasperaban sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? La cólera me cegaba, comencé a renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada... Y los oficiales seguían hablando, bromeaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo «sabían» todo; se divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquier cosa era preferible a semejante burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? ¡Cada vez más alto, «siempre más alto»!
—¡Miserables! —exclamé—. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!

Edgar Allan Poe

jueves, 18 de septiembre de 2008

Perlita recomendada por Fernando Consolo, alumno de cuarto



Con el tiempo aprendes la sutil diferencia que hay entre tomar la mano de alguien y encadenar un alma.

Con el tiempo aprendes que el amor no significa apoyarse en alguien y que la compañía no significa seguridad.

Con el tiempo...empiezas a entender que los besos no son contratos, ni los regalos promesas.

Con el tiempo aprendes que estar con alguien porque te ofrece un buen futuro significa que tarde o temprano querrás volver a tu pasado.

Con el tiempo...te das cuenta que casarse solo porque "ya me urge" es una clara advertencia de que tu matrimonio será un fracaso.

Con el tiempo comprendes que solo quien es capaz de amarte con tus defectos, sin pretender cambiarte, puede brindarte toda la felicidad que deseas.

Con el tiempo te das cuenta de que si estas al lado de esa persona solo por acompañar tu soledad, irremediablemente acabarás no deseando volver a verla.

Con el tiempo te das cuenta de que los amigos verdaderos valen mucho más que cualquier cantidad de dinero.

Con el tiempo entiendes que los verdaderos amigos son contados, y que el que no lucha por ellos tarde o temprano se verá rodeado solo de amistades falsas.

Con el tiempo aprendes que las palabras dichas en un momento de ira pueden seguir lastimando a quien heriste, durante toda la vida.

Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar es solo de almas grandes...

Con el tiempo comprendes que si has herido a un amigo duramente, muy probablemente la amistad jamás volverá a ser igual.

Con el tiempo te das cuenta que aunque seas feliz con tus amigos, algún día llorarás por aquellos que dejaste ir.

Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona, es irrepetible.

Con el tiempo te das cuenta de que el que humilla o desprecia a un ser humano tarde o temprano sufrirá las mismas humillaciones o desprecios multiplicados al cuadrado.

Con el tiempo aprendes a construir todos tus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana, es demasiado incierto para hacer planes.

Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas o forzarlas a que pasen ocasionará que al final no sean como esperabas.
Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro,sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante.

Con el tiempo verás que aunque seas feliz con los que están a tu lado,añoraras terriblemente a los que ayer estaban contigo y ahora se han marchado.

Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo.... ante una tumba..., ya no tiene ningun sentido...

Pero desafortunadamente.... esto solo lo entendemos con el tiempo.


Anónimo

miércoles, 17 de septiembre de 2008

¡Feliz día del Profesor!


Hoy, 17 de septiembre, festejamos el día del Profesor y recordamos a todos aquellos educadores que con su amor nos convirtieron, junto a nuestro padres, en hombres de bien.

La escuela "Don Bosco" se caracteriza por la excelencia de sus profesores, tanto en su capacidad cognitiva como en su calidad humana. Me consta que son personas realmente preocupadas por sus alumnos, con una fuerte vocación y una preocupación constante: la de enseñar amando.

Así mismo, son escelentes compañeros de trabajo, atentos por demás, solidarios.

Como Bibliotecóloga de la Institución, estoy de lo más feliz de poder compartir varias horas de mi vida con gente que hace todo para que "el otro" se desarrolle con plenitud.

Gracias Gogó, Julio, Stellita, Claudias, Oscar, Cristian, Profesor Furlang, Susana, Norma, Salvador, César, Solano... etc. y que disfruten de su día.

Un cariño especial para nuestra queridísima Directora, la Srita. Susana Marchabalo, que es Profesora de Contabilidad.

Me gustaría compartir con Ustedes algunas frases reflexivas pertinentes para esta ocasión.


“Enseñando aprendemos” (Séneca)


“Enseñar es aprender dos veces” (Joseph Joubert)


“Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres” (Pitágoras)


“El secreto de la educación está en el respeto al discípulo” (Ralph W. Emerson)


“El principio de la educación es predicar con el ejemplo” (A.R.J. Turgot)


“Un profesor trabaja para la eternidad: nadie puede predecir dónde acabará su influencia” (H.B. Adams)


“La educación consiste en enseñar a los hombres, no lo que deben pensar, sino a pensar” (Calvin Goolidge)


No es mejor maestro el que sabe más, sino el que mejor enseña”. (Vanceli)


martes, 16 de septiembre de 2008

Perlita recomedada por Estela Núñez, alumna de tercero



El cautivo


En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al final con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal pero se dejó conducir indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber que sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si al hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzo a reconocer siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.


Jorge Luis Borges

Perlita recomendada por Sergio, un Preceptor de la escuela


El almohadón de plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados dél hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.



Horacio Quiroga

Perlita recomendada por Roxana Alé, una alumna de segundo año




El ángel


Esta dura batalla de vivir nos embarulla..Queremos abarcarlo todo con los brazos abiertos, extendidos y los ojos perdidosen un horizonte circular que se aleja a cada paso que damos hacia él...Estos ojos vueltos hacia afuera, siempre hacia afuera, tratando de descubrir la precisión de los contornos, la realidad de las imágenes.Esta mente con su fichero numerado, catalogando cosas, actos, pasiones, sentimientos, gentes...El trabajo es arduo, interminable, la balanza no cesa de pesar.Ayer teniamos un jardin con mariposas, con charcos, con un ángel de conocido rostro que enlazaba la diminuta mano de la infanciay los enseñaba canciones para entonar la música de las rondas...Queríamos porque si..No nos culpábamos de nada ni buscábamos culpables.Éramos blancos, íntegros y nuestros.Nos asombrábamos de la maravilla de un flor, de los ojos fosforescentes de los gatos en las noches, de los bichos de luz, de la voz de la madre anunciando la sopa caliente y los buñuelos, del padre fuerte y cansado regresando a la tarde del trabajo.La vida era un abrigo tibio en el invierno y un aire azul por el que el cuerpo nuestro navegaba en el verano...Un aire azul y un ángel... siempre un ángel.¿Qué pasó después?Amontonamos cifras , dimos nombres a los ríos y a las ciudades, dimos nombre a esa ternura natural que surgía de nosotros como un manantial interminable.La llamamos amor y escogimos cuidadosamente a quienes podían recibirloa quienes podíamos aceptárselo.Y aquel camino ancho, aquel camino llano se fue estrechando hasta transformarse en una callecita angosta, en un desfiladero por donde solo podemos pasar de uno en fondo, de uno en fondo y cada vez con menos equipaje.Lo primero que dejamos fue el ángel, después los sueños, más tarde la ilusión, la fantasía y hasta la generosidad.Cada vez más desconfiados empezamos a escrutar los ojos de quienes nos rodeaban a estudiar sus movimientos... ¿iban a acariciarnos o a golpearnos?Nuestras alforjas se llenaron de inquietudes, de miedos, de vanidades de egoísmo.Separamos lo nuestro de lo de los demás, pusimos un cerco para proteger nuestro lugar, bebimos ávidamente nuestra agua, comimos hambrientamente nuestro pan más del que nuestra hambre nos pedía, por las dudas de que alguna vez llegara a faltarnos y empezamos a llamar superfluas a cosas como los barriletes, las oraciones y los milagros..Y ya el cielo no nos pareció tan grande ni la tierra tan inmensa ni tan valiente el hombre, ni tan tierno el pecho amigo, ni tan desinteresada la mano que se ofrecía a estrechar la nuestra. Y defendiéndonos de los otros, los marginamos, pero la culpa es nuestra, porque miramos al hombre con su traje planchado y sus zapatos nuevos y su nombre completo olvidando que adentro de cada uno hubo un chico que jugó en el mismo jardín que un día tuvimos, un chico con un ángel igual al ángel que nos llevaba de la mano.No quiero ser amarga solo quiero decirle que he sufrido como usted como todos, solo quiero decirle que estuve triste como usted como todos y de pronto me sentí encerrada, incapaz de dar un paso más, de reír, de ser feliz, completamente feliz..hasta hace un rato.Hace un rato crucé por una plaza, no se por qué pasé junto a las hamacas y un chiquito me dijo: "hamáqueme fuerte, quiero tocar el cielo con los pies", me lo dijo sin preguntar mi nombre, sin preguntar si yo era buena sin preguntar cuanto dinero llevaba en mi cartera. Sólamente me dijo hamáqueme hasta el cielo y no se puso a calcular cuantos metros lo separaban del cielo.¿Para qué? estaba allá , era azul, era ancho. También podía ser suyo... Tenía derecho a él.Dejé mi cartera sobre la arena y lo hamaqué con todas mis fuerzas."Lo toco!" gritaba entusiasmado. "Lo toco ve?". Reía.Y su risa era una cuchara tintineando en el cristal del aire.Y mi risa era también una campana azul en el aire de enero.Alguien a mi costado reía conmigo.Reía en esta tarde, reía porque si.Era el ángel...el ángel antiguo y vapuleado, el ángel de la infancia que por fin encontró un lugar libre junto a mi, y sin pedir permiso, se agarró de mi vestido, se zambulló en mi cuerpo y me ayudó a hamacarlo. En la mitad del día, en la mitad del dolor, quebrando la seriedad de nuestro oficio de adultos austeros, reconcentrados, grises, hay siempre un chico volando en una hamaca.Un chico que somos nosotros mismos, queriendo tocar el cielo como sea.Basta con detenerse a hacerlo.Basta con agarrar su mano leve y decirle despacio las cosas más disparatadas y hermosas; que es lindo estar vivo, que el corazón no necesita un motor a chorro para tocar las nubes pues sube solo como el incienso de las bendiciones, si lo dejamos escapar un instante de la rutina.La verdad es esa, simplemente esa cosa tan simple que de tan simple tenemos olvidada.Cuando dejé la plaza en mi pecho reverberaba una fuente. Iba sonriendo. Algunos se detuvieron para mirarme y sonrieron también.Creían que le sonreían a una muchacha sola y un poco loca que se reía por nada.No sabían que también le estaban sonriendo a un ángel invisible que iba colgado de mi brazo.
Poldy Bird